Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-16

Decir Verbo para traducir Logos, que, por supuesto, también es Palabra, incluso Razón, tiene la ventaja para estos comentarios de que se conjuga. Es una Palabra modulada, no algo así como una simple afirmación sustantiva. Porque, en el seno de la Santísima Trinidad, así como en la creación y en el hacerse carne, se necesita una enorme modulación de ser relacional y de pensamiento para comprender lo que decimos en el prólogo del evangelio de Juan.

En un principio, que era principiar, ya actuaba ese Verbo, si queréis esa Palabra. Y lo hacía estando cabe Dios, porque era Dios. No se trata de algo segundo con respecto a Dios, sino que su relación con él lo es de ser un mismo Dios. Lo que deja alelado es que Juan se está refiriendo a Jesús, el que nace de María en el portal de Belén. No a un ser alejado, creador, sí, pero separado de nosotros. Misterio de encarnación. Quién estaba junto a Dios, estando con Dios porque era Dios, en el principiar del mundo, de toda creación, no es otro que ese que señalará Juan el Bautista y del que hablará el evangelio hasta verlo clavado en la cruz, de cuyo costado saldrá sangre y agua, y más tarde encontrarlo como el Resucitado, es Jesús. No otra cosa; no un fantasma. Alguien a quien podemos tocar en su carne, que se nos ofrece para librarnos de aquel primerizo seréis como dioses que embadurnó nuestra vida para siempre, trastocándola. Principia ahora, pues, el momento de nuestra salvación, porque todo lo que la Palabra de Dios realiza es para nosotros; para que no doblemos nuestro espinazo ante nadie, sino que adoremos al único Dios, creador de cielo y tierra, y que nos hizo a su imagen y semejanza. Nos pone una condición: que creamos en su nombre. Palabra de vida, conjugación de vida, que va entrelazando nuestras líneas de universo para que vayan convergiendo en él, Jesucristo, para darnos vida y que esta nos conduzca a él. Luz que brilla en la tiniebla de la noche. Primero en la creación, ahora en el portal de Belén, y en nuestras vidas cuando nos acercamos, como Moisés a la zarza ardiendo: iré a ver qué gran Misterio se me muestra en ese pesebre en el que veo un niño recién nacido. Porque la Palabra, toda la modulación del Verbo, se hizo carne, para habitar entre nosotros. Carne de hombre tomada en María, su Madre, la Virgen, para hacernos a nosotros carne de Dios. Ay, pero fueron muchos los que no percibieron nada: bah, un niño que ha nacido, uno más entre tantos. No tuvieron la habilidad, o la suerte, de ver cómo resplandecía esa carne; cómo en la humildad de María, de su hijo y de José, recibiendo el calor del burro y del buey, como nos dice la tradición maravillosa que hemos recibido de antiguo, se mostraba el inmenso favor de Dios que se nos hacía en su Hijo, carne como nosotros para que nuestra carne, así, resplandeciera como la suya, con resplandor de Dios. ¡Ay!, si no lo recibiéramos, si se nos pasara la visión del Misterio de encarnación, si no tuviéramos ojos para ver el espectáculo maravilloso que se desarrolla ante nuestros ojos. Porque la plenitud de Dios se hace ahora visible en el Hijo. Acerquémonos, pues, con estupor e inmensa ternura a ver la humildad de lo que acontece cuando María, la Virgen, la humilde esclava-de-Dios, da a luz en el portal de Belén.