Millones de hijos de Dios, cogidos de la mano como niños merced al admirable misterio de la comunión de los santos, cruzamos juntos hoy la línea que separa dos años, dos siglos, dos milenios de gracia. No podemos, no debemos, no queremos hacerlo solos, y nuestro Padre Dios nos acompaña en los brazos maternos de María.

Serán estos brazos, tal celestiales y tan terrenos, quienes desde la víspera nos tomen bajo su protección y nos lleven hasta el otro lado de las doce campanadas, y quienes hoy nos conforten con la bendición de Dios. No sé si este rito de medianoche es un rito pagano; en todo caso, lo reivindico para los hijos de Dios, porque los tiempos humanos son tiempos de gracia, y el saludo al año nuevo debe ser realizado como una alabanza a Dios. A quienes me leáis en la víspera, os propongo rezar el ángelus inmediatamente después de atragantaros con las uvas .

«Bendecir» significa «decir bien», piropear, alabar. Cuando los hombres nos alaban, su alabanza es vana, no nos hace ni mejores ni peores; aunque hubieras logrado reunir a cientos de personas a tu alrededor que te proclamen santo, ni todas esas bendiciones juntas aumentarían en un gramo tu peso en la balanza de Dios (afortunadamente, lo mismo sucede con los insultos). Más aún, los hombres suelen equivocarse casi siempre cuando bendicen o maldicen; a lo largo de la Historia, se ha maldecido mucho a los santos, y se ha bendecido mucho a los canallas… Ahora bien, la bendición de Dios es muy distinta. La Palabra del Señor es eficaz: nombró a la luz, y la luz existió; con labios de carne pronunció sobre la tempestad «¡Silencio!», y la tempestad se apaciguó; pronunció nuestro nombre, nos llamó, y ese día comenzamos a existir. Cuando Dios te bendice te llama «bueno», y – no lo dudes -, si acoges en tu alma la bendición, a partir de ese momento, comienzas realmente a ser mejor. Tengo como un maravilloso privilegio propio de mi condición de sacerdote el poder impartir con mis manos, no mi estúpida bendición, sino la bendición de Dios.

Cuando, por labios del ángel, Dios dice a María: «bendita tú entre las mujeres», no le está impartiendo una bendición nueva; antes bien, está renovando sobre su Sierva la bendición con que la favoreció desde el mismo instante de su concepción. Rodeada de bendiciones debía estar la Mujer destinada a ser Madre de Dios. Seguimos en Belén – no nos hemos marchado -, y, arrodillados ante la Santísima Virgen, mientras Ella tiene en sus brazos al Niño, hoy suplicamos humildemente su bendición, que es la bendición de Dios hecha Madre. Mientras tanto, «San José bendito» (así le llamaban en mi colegio) nos mira y asiente con una sonrisa…