1Sam 8, 4-7. 10-22a; Sal 88; Mc 2, 1-12

No seremos dignos hijos de la Iglesia si no hacemos nuestras la llaga y la plegaria que están gritando en el corazón de nuestra madre y en el alma del Romano Pontífice. Los discípulos de Cristo estamos dispersos como un rebaño roto; y lo peor que pudiera sucedernos es que no nos doliera. A los cadáveres ya no les duele nada…

«No me quieren por rey»… Esta queja de Dios brota del origen mismo de nuestra herida mortal. Si los cristianos no somos, como Cristo desea, «uno», si nos hemos dispersado, no ha sido -como tantos creen- a causa de discrepancias teológicas o de discusiones académicas. Si así fuera, todas nuestras heridas se curarían en una «mesa de diálogo», tan de moda en nuestro tiempo. Pero ni las mesas ni los foros bastarán, jamás, para sanar la herida, porque esa llaga ha sido originada por un pecado, y un pecado de soberbia: «¡Queremos un rey!»… Muy a mano tendríamos el ejemplo de Enrique VIII, a quien tantos encaramaron en el trono del Romano Pontífice para derrocar de allí a quien Cristo había sentado. «No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey»… Muy a mano tendríamos el caso de Lutero, quien, al rechazar al Papa -un hombre, y hombre pecador como los demás- rechazaba el Señorío visible de Cristo sobre su vida… Pero cargar las tintas, ahora, sobre Lutero o sobre Enrique VIII sería una forma de eludir nuestra propia responsabilidad. Tenemos, en nuestra propia casa, heridas y desgarros tan profundos como aquéllos, o incluso más: muchos que se llaman católicos han abandonado la misa dominical; muchos han despreciado el sacramento del Perdón, y tienen en nada la confesión de los pecados auricular, personal, secreta… ¡Y frecuente!

Muchos se acercan a comulgar después de haber cometido pecados mortales. Muchos matrimonios «católicos» desprecian la doctrina de la Iglesia sobre regulación de la natalidad, y no consideran pecado el uso de medios anticonceptivos… ¿Para qué necesito yo traer aquí a Lutero?

«Llegaron cuatro llevando un paralítico…» El paralítico que traemos hoy, Señor, ante tu altar, eres Tú mismo: tu propio Cuerpo, despedazado a causa de la soberbia de los hombres. No te quisimos por rey, no consentimos que nos dijeses lo que teníamos que hacer… No hemos querido obedecer. Y así, los brazos por un lado, las piernas a lo suyo, y cada uno de los dedos buscándose a sí mismo, te ves, no ya paralítico, sino descuartizado. Quieren sanarte sobre una mesa, como si fueras un puzzle… Pero la única cura que tu Cuerpo tiene, ante una herida de pecado, es la penitencia; penitencia, oración, y humildad. Durante estos ocho días, rezaremos juntos, haremos penitencia, y procuraremos ser muy humildes al pedir, unidos a María, que todos seamos «uno» conforme a tus deseos. Sólo así escucharemos de tus labios las palabras salvadoras: «Hijo, tus pecados quedan perdonados (…) Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa»… Al cielo: todos juntos al Cielo, para que, donde Tú estás, también nosotros estemos.