Hay muchas maneras de descalificar a quien nos molesta. Una forma es la indiferencia. Basta con no hacer cas o no tomarse en serio lo que otro dice para que deje de tener importancia. Muchas veces como no se consideran las opiniones de algunos. Esa indiferencia es signo de desprecio. Pero también, a veces, podemos romper la credibilidad de alguien sobrevalorándolo. Si decimos que esa persona está por encima de los demás o que tiene unas circunstancias especiales, entonces también parece que todo lo que vaya a decir no va con nosotros. Lo dejamos fuera de nuestro círculo. Sus experiencias no son equiparables a las nuestras y, por lo mismo, acaban siendo irrelevantes. Otra manera es decir que se trata de una persona exagerada, y hay muchas formas más. Al final siempre se trata de negar que ante nosotros puede haber alguien que nos enseñe algo importante con su vida o con sus palabras. Descalificar, en no pocas ocasiones, es una forma de defendernos. Y enseña más sobre lo que somos nosotros que no sobre la persona a la que juzgamos negativamente.

Otra forma de descalificación es la que encontramos en el evangelio de hoy. Se trata de acusar al otro de estar loco. Así bajo ese juicio cae todo lo que diga o haga, que es visto con sospecha. En el evangelio leemos que decían de Jesús “que no estaba en sus cabales”. Hay exegetas que atribuyen esta frase no a los familiares de Jesús sino a otros y que, precisamente la extensión de esos rumores, es la que lleva a sus parientes a ir en su búsqueda para evitar las calumnias. Pero tampoco debería extrañarnos que gente cercana a Él emitiera juicios de ese tipo. Obviamente no podemos pensarlo de su Madre, ni de san José, aunque coincide todo el mundo que por aquellas fechas, cuando Jesús ya había iniciado su ministerio público, ya estaría muerto.

Jesús no estaba loco. Sus acciones y sus palabras desafiaban a la razón de la gente de aquellos tiempos y también a la nuestra. Porque sus enseñanzas van mucho más allá de la pequeñez de nuestro entendimiento y desbaratan todos nuestros prejuicios. Decían que estaban loco porque la pequeñez de la mirada que lanzaban sobre el Señor les impedía reconocer su grandeza y, entonces, tenían que reducirlo.

Contra la persona de Cristo se aliaron todas las fuerzas del mal, pero no lograron impedir su misión. En Jesucristo vemos lo mismo que puede acontecer en nuestra vida cristiana: fue tentado, se intentó negar la validez de su mensaje, murmuraron contra él,  le tendieron trampas dialécticas, finalmente, al ver que fracasaban todas las tentativas le prendieron para darle muerte. Lo que Cristo vivió se reproduce, en no pocas ocasiones, en la vida de sus discípulos. Por eso hemos visto, no pocas veces, que se acusaba a los cristianos de estar locos. Han existido regímenes que encarcelaban a los disidentes y los sometían a tratamiento psiquiátrico y a programas de reeducación. Incluso en algunos momentos se consideró el tener fe como una enfermedad. Messori, el converso italiano, explica que cuando empezó a adentrarse en la vida cristiana su madre llamó al médico para decirle: “mi hijo está enfermo: va a Misa”.

En el Evangelio de hoy encontramos nuevas fuerzas para permanecer fieles a Jesucristo a pesar de las incomprensiones de quienes nos rodean y de un lenguaje del mundo que tiende a descalificar el cristianismo porque es incapaz de abrirse a su belleza.