Un rasgo que aparece en los textos de este día es el de la inmediatez. Los ninivitas creyeron en seguida en las palabras de Jonás y se convirtieron. También los pescadores responden con rapidez a la invitación que Jesús les hace para que le sigan. Finalmente, San Pablo habla del momento apremiante en que nos encontramos.

Observando a otros y a mí mismo me fijo, con demasiada frecuencia, en que la capacidad de reacción es proporcional a la intensidad del bien que percibimos. Por eso nos movemos con rapidez si se trata de obtener un bien muy grande o de evitar una catástrofe. Por lo que deseamos intensamente somos capaces de esfuerzos desmedidos que, incluso, pueden parecernos poco costosos. Los primeros apóstoles siguieron inmediatamente al Señor porque vieron en Él el bien que deseaban para sí mismos. Ello les obligaba a dejar cosas (las redes), pero valía la pena porque tenían ante sí a Quien podía dárselo todo. De manera semejante reaccionaron los ciudadanos de Nínive ante las palabras de Jonás e hicieron ayuno.

San Pablo nos exhorta a elegir continuamente a Jesucristo, que es el único criterio válido de vida. Ante su presencia todo palidece. Y cuando empezamos a vivir a su vera la realidad se nos muestra con su verdadero color e intensidad de manera que “la apariencia de este mundo se termina”.

En una convivencia con adolescentes, en una de las comidas nos trajeron, a la hora del postre una fuente con abundantes frutas de diversas clases. Cuándo cada uno hubo escogido su pieza les pregunté si esa era la fruta que más les gustaba. Me llevé la sorpresa de que no era así sino que habías elegido por criterios de comodidad a la hora de pelarla. Así sobraron muchas naranjas de piel fina, aunque algunos confesaron que les gustaban. Reacciones semejantes pueden darse en nuestra vida espiritual y, por ese motivo, dejar pasar de largo una oportunidad que el Señor nos ofrece simplemente por no afrontar una dificultad que, mirada en proporción al bien que se nos promete, siempre es pequeña.

Lo que me impresiona de Simón y Andrés, de Santiago y Juan es que fueron capaces de elegir su felicidad. Lo hicieron aquel día y todos los demás. Quizás les costó, pero no quedaron insatisfechos. Ha escrito Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi: “cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún”.

Desde otra perspectiva, se trata de elegir siempre permanecer junto a Jesucristo y acompañarlo donde el quiere ir. La historia de Jonás muestra como al apartarse, en un principio, de lo que Dios le pedía provocó una tempestad que puso en peligro la nave en la que viajaba y todo el pasaje. Hubo de descender al fondo del mar y ser engullido por un cetáceo en cuyo vientre permaneció tres días (imagen del  misterio pascual).

También nosotros tenemos la continua oportunidad de acercarnos al sacramento de la penitencia para reiniciar el camino. Deberíamos ser raudos en el seguimiento de Jesucristo, pero aún cuando fallamos, sabemos que Él es paciente con nosotros. Saberlo no nos mueve a la indolencia sino a darnos mayor cuenta del bien que nos supone adherirnos a Él rápida y totalmente.