1Re 3,4-13; Sal 118; Mc 6,30-34

 Porque es el Señor quien nos enseña sus leyes, no de obligado cumplimiento, como si de un código de la circulación se tratara, sino un camino para ser, discerniendo con el corazón el bien y el mal. Sabiendo que no todo es igual; que no viviremos en la pura relatividad en la que todo depende de lo que queramos, pensemos o busquemos, a nuestro buen albur. El bien es lo que toca a nuestro haber sido creados a su imagen y semejanza. El mal lo que se deriva de nuestro querer ser como dioses y actuar de tal modo. ¿Cómo reencontrarnos con esa imagen y semejanza con la que fuimos creados? Perdimos fuelle, casi todo, cuando elegimos el grito del seréis como dioses, que creíamos de victoria. No supimos cómo así el pecado entró en el mundo, a través de la rabiosa elección de nuestro corazón. Corazón indócil, engreído, engañado por la serpiente. Es el Señor quien nos señala el camino. Y ese camino sube hasta la cruz de Cristo. Todo en la Revelación de Dios señala esa cumbre, en la que ya, siguiendo la manera que tienen los orientales joánicos de pintar a Jesús en la cruz, se transfigura el resplandor de la resurrección. Ese es el camino que, discerniéndolo, separa el bien del mal en nuestro corazón, en nuestras vidas, en nuestra actividad, en el trato con el prójimo. Ese es nuestro camino. Ahora es cuando, con el salmo, podemos cantar que nuestros labios van enumerando los mandamientos de la boca del Señor, y que nuestra alegría es el camino de sus preceptos. Siempre preceptos de amor.

Los Doce, tras llamarlos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos, fueron enviados por Jesús de dos en dos (Mc 6,7). Ahora, intercalado el macabro episodio de ayer, cuando vimos la cabeza de Juan en la circularidad de la bandeja, vemos volver a los apóstoles para reunirse con Jesús y contarle lo que habían hecho y enseñado. Palabras y gestos en los que los Doce, como les llamó en el momento del envío, los apóstoles, como son llamados ahora, han compartido la autoridad del mismo Jesús. Ellos han sido enviados a los caminos en los que deberán discernir el bien y el mal. No saben a dónde lleva ese camino, pero todo apunta ya a la pasión. Todo en los evangelios, desde la primera palabra, por así decir, señala la pasión. Es camino de cruz, y, por tanto, de resurrección. Es camino de salvación para los que lo siguen. Y los apóstoles, aun sin tener todavía las cosas claras, porque el camino marca una historia, y esa historia no ha llegado a su final pasional, es decir, a la cruz transfiguradora, son llamados y enviados ya para que transiten por él.

Es maravilloso el cuidado de Jesús con los suyos cuando vuelven tras la fatiga de su intenso caminar. No solo cura sino que cuida, es decir, tiene cuidado con los suyos, llevándolos a un sitio tranquilo para descansar un poco. Porque están sumergidos en la avalancha de las gentes que se allegabann a ellos, de modo que no tenían tiempo ni para comer. Ay, Dios mío, ¿nos pasa lo mismo a nosotros? Jesús tiene cura de sus apóstoles porque al volver junto a él necesitan cuidados para no desfallecer, pues el camino que se les va a ir mostrando, el de la cruz, nos hace apartar los ojos en la repulsa. Asombra y encanta que Jesús cuide de nosotros. Es nuestro cuidador y curador.