1Re 8,1-7.9-13; Sal 131; Mc 6,53-56

Es hermosa la escena del traslado del arca de la alianza al templo recién terminado, para dejarla en su sitio definitiva, el camarín del templo, el Santísimo, bajo las alas de los querubines. Levántate, Señor, ven a tu mansión. ¿Y cuál es ahora la mansión del Señor? Lo hemos visto en el tiempo de Navidad: el seno de María, nueva arca de la alianza, en donde se conforma su carne. Porque ahora, en estos nuevos y definitivos tiempos, la gloria del Señor llena el nuevo templo, el mismo cuerpo de Jesús. Es ahí, ahora, en donde reside la autoridad misma de Dios. Mas aquel templo de Salomón que lucía en su magnificencia, fue destruido varias veces, y en tiempos de Jesús aún refulgía en su majestad tras la construcción de Herodes el Grande. Destruid, pues, este templo, y yo lo reconstruiré en tres días. Pero él hablaba del templo de su cuerpo. La gloria del Señor, con toda su autoridad, se manifiesta en la cruz gloriosa, en donde cuelga muerto el cuerpo de Jesús. Muerto con la esperanza segura de que el Padre, su Padre, no lo ha de abandonar en la muerte, ni en la bajada a los infiernos, sino que resucitará a los tres días. ¿Qué pasaba en las interioridades del corazón de Jesús cuando fueron trascurriendo los terribles días de la pasión?, ¿cuando se vio muriente colgado en la cruz? En ese momento la gloria del Señor llena en completud el templo de su ser, habiendo dejado a su madre en el cuidado del discípulo al que tanto quería. Dios y hombre, pero en el filo mismo de esa unión, ¿cómo vivía Jesús en su carne la fuerza de su esperanza, el terrible dolor del castigo, el momento mismo de su muerte, el descenso a los infiernos, el levantarse de la tumba en cuerpo glorioso? Misterio de encarnación. Misterio de la cruz. Misterio de resurrección. Porque el mismo Jesús, su propia carne, lo vivió en toda la plasticidad de su movimiento, no como el agua que corre por un regacho. La gloria del Señor llenaba la gloria de su misma carne, en todo igual a la nuestra, menos en el pecado.

Pero, tras estas miradas fulgurantes, volvamos al maravillosamente pequeño relato del evangelista Marcos. Porque en el mientrastanto, Jesús y sus discípulos terminan la travesía y, tocando tierra, atracan. La gente acecha su llegada y lo reconocen, llevándole los enfermos en camillas para que algo hiciera con ellos. Cuando llegaba a un pueblo se encontraba que habían puesto a los enfermos en la plaza, mientras le rogaban que les dejara tocar el borde de su manto, y los que lo tocaban se ponían sanos.

Todavía no saben muy bien quién es Jesús —solo los demonios, a su manera, están al tanto—, pero les provoca su ternura, el tocarle y ser tocados por él, pues ese tocamiento es sanación para los enfermos. Jesús restablece en su esplendor de sanación a quienes son tocados por él en su ser original de creaturas a imagen y semejanza de Dios. Vivimos así, y ellos lo viven, como una analogía o metáfora de lo que será cuando comprendan y experimenten en su total realidad quién es Jesús, al que ahora tocan. Porque a Jesús lo tocamos y somos tocados de verdad, por entero, en su completud, cuando muerto en la cruz y resucitado a los tres días, subiendo al seno glorioso del Padre, comemos el pan de la eucaristía. Todo es gracia.