Hoy he tenido que intermediar entre un cliente y un impresor. Un libro que había encargado había salido con algunas páginas mal. En concreto se habían desordenado las planchas y, por esos juegos de los duendes, el texto de la presentación y el primer artículo empezaban de manera inadecuada, con los títulos y los primeros párrafos cambiados. He dicho que hube de intermediar, pero por el hecho de que yo había recomendado la imprenta, no porque estuvieran enfadados por el error. El autor del libro se echaba las manos a la cabeza, porque el desaguisado era grande, pues estaba en las primeras páginas, pero no maldecía al impresor. Por el contrario le preocupaba si podía subsanarse sin grandes costos para él. El impresor, a su vez, cuando cayó en la cuenta del error no se puso a gritar contra el planchista, de donde provenía el fallo, sino que le disculpó y en seguida pensó en como arreglar el problema lo antes posible. Ni se excusó ni cayó en el enfado estéril. Todos lamentaban el daño y todos querían remediarlo, pero nadie pensó que hubieran de atacar al otro.

Como conozco a los dos protagonistas, sé que la suya no fue una reacción atemperada por un grandioso esfuerzo. Por el contrario, siempre son así, buscando disculpar los errores del otro y cagando con las culpas cuando son suyas. Ambos son creyentes y practicantes y en los dos he visto siempre un deseo de iluminar su trabajo desde la luz de la fe. Por eso no me ha sorprendido la reacción de ninguno de ellos, antes al contrario, la esperaba. Estábamos ante un error humano y no valía la pena agrandarlo con nuestra ira, nuestro juicio o descargando nuestra tensión aprovechando una falta.

En el evangelio de hoy Jesús da unas enseñanzas con las que todos estaremos inmediatamente de acuerdo aunque, a la hora de practicarlas, nos puedan parecer difíciles. Pero lo más importante es la medida que Jesús pone: “sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. También en la primera lectura se apela a ese atributo de parte de un pueblo que se reconoce abrumado por la vergüenza a causa de su pecado: “el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona”.

En Jesucristo se hace presente la medida de Dios. Sólo volviendo constantemente a Él nos libramos de la tentación de reducir nuestra compasión, nuestra generosidad, nuestro perdón, … En Jesucristo se hace presente el amor infinito de Dios, y lo descubrimos en alguien que también es hombre como nosotros. Por eso ya no hay excusa para ser severos con los demás sin necesidad, o para negar a los demás lo que esperamos que Dios nos dé a nosotros. Porque si nos es fácil tratar con dureza a quienes se equivocan o nos ofenden, no es menos verdad que ante nuestras equivocaciones apelamos a la misericordia de Dios, porque sabemos que sin ella no somos nada.

Por otra parte Jesús nos dice que con nosotros se usará la misma medida que nosotros utilicemos. Es como si nos dijera que hemos de aprender a mirar a las demás personas como Él las ve. Si las pasamos por nuestra medida siempre las trataremos mal y encontraremos motivos para denostarlos. Por el contrario, si dejamos que la mirada de Dios se pose sobre nosotros también mejorará nuestro juicio sobre el prójimo y muchas cosas que ahora nos parecen intolerables nos daremos cuenta de que son perdonables.

Que la Virgen María nos ayude a interiorizar las enseñanzas de su Hijo.