Sólo Cristo es la Palabra del Padre; sólo en Él encontramos las respuestas a las preguntas más profundas de nuestro corazón; sólo en Cristo aprendemos la verdad sobre el hombre y conocemos a qué estamos llamados cada uno de nosotros; sólo en Cristo sus enseñanzas corresponden a la verdad plena, porque Él es la verdad.

Siempre corremos el peligro de apropiarnos de las enseñanzas del Evangelio y reducirlas a nuestra medida. Podemos además convertirnos en “expertos” que quieren imponer a los demás su aparente sabiduría. Ocurría así con muchos maestros de Israel en tiempos de Cristo. Se dedicaban a enseñar la ley de Moisés, pero en vez de dejarse modelar por ella, la sometían a sus criterios y, olvidando que era palabra revelada por Dios, la troceaban y endurecían. Así, como dice Jesús liaban “fardos pesados e insoportables”, que cargaban sobre los hombros de los demás, mientras ellos permanecían impasibles.

La Iglesia ha recibido el depósito de la fe y tiene la misión de custodiarlo y de exponerlo, explicándolo. Pero se sabe baje la autoridad de esa enseñanza que ella ha recibido como un regalo. Continuamente lo escucha y, asistida por el Espíritu Santo, desea profundizar en su comprensión para ser cada vez más fiel. Y la Iglesia sabe que esa palabra que ha recibido es salvadora. Por ello no la utiliza para aplastar a los hombres. Aunque la voz de Dios pueda parecer terrible, se nos ha mostrado a través de la dulzura de Cristo. Todo lo que Él nos ha enseñado no viene modulado sólo por el tono de su voz, sino por su misma vida, en la que se manifiesta la ternura de Dios. Es una enseñanza que se hace comprensible en su persona y en sus actos. Él es el Maestro. A los demás que llamamos maestros lo hacemos si, en ellos, reconocemos un reflejo de Cristo; cuando sus enseñanzas nos remiten al Señor porque, en las cuestiones de la fe, nos conducen hacia Él y, en lo que nos dicen y en cómo actúan, reconocemos un eco de la misma voz de Cristo.

Santa Catalina de Siena denominaba al Papa “el dulce Cristo en la tierra”. En esa expresión podemos reconocer también cómo en la misión de pastorear a la Iglesia y de enseñar a los fieles, la santa reconocía que el Papa no actuaba sino en nombre de Cristo. Por eso empeñó su vida en la lucha por el papado. Porque en la Iglesia nosotros seguimos reconociendo la voz de nuestro salvador, que no deja de acercarse a nosotros para que podamos seguirle. Cristo nos sigue instruyendo y conociendo. Nadie puede apropiarse de su palabra. Todo el que habla en su nombre debe dejar que se reconozca que lo que dice es de Cristo y por lo tanto debe conducir a amar más al Señor.

Quien se deja modelar por Jesucristo se convierte en servidor de los demás. El Hijo se hizo hombre para servirnos mediante el sacrificio de su vida. Cuando le conocemos nos damos cuenta del gran don que nos ha dado. Por ello deseamos identificarnos más con Él en la entrega al prójimo.

Pidamos hoy especialmente, por mediación de la Virgen María, que todos los ministros de la Iglesia estén verdaderamente al servicio del pueblo de Dios y, así, puedan experimentar también la alegría de ver cumplida su vocación.