Se nos propone hoy la parábola del pobre Lázaro y del rico quien, por una derivación del verbo “epuleo” (banquetear), ha venido a ser conocido como Epulón.

San Agustín comenta que si Lázaro alcanzó el seno de Abraham no fue por su pobreza, sino por su humildad y que a Epulón lo condenó su soberbia e incredulidad. La vida de Epulón se caracteriza por el deseo de agotar los días en un disfrute continuo sin ninguna atención a la trascendencia (“banqueteaba espléndidamente cada día”). Ello le conducía a una indiferencia hacia Lázaro. Era incapaz de ver a quien necesitaba de su misericordia. Conviene leer así la parábola porque si no pensaríamos que Jesucristo se refiere sólo a algunos cuando el vivir buscando el disfrute no es exclusivo de los ricos.

La falta de fe de Epulón se evidencia en su diálogo con Abraham. La muerte lo ha puesto ante la verdad de las cosas y de su vida. Por una extraña compasión pide un signo para sus familiares. El mismo que le habría gustado recibir a él. Abraham, sin embargo, le dice que éste sería inútil. No serviría de nada una acción espectacular de Dios. En la vida Dios ya se muestra de forma suficientemente clara para que, quien lo busque sinceramente, pueda reconocerlo. Los placeres de la vida, sin embargo, pueden embotar el instinto de trascendencia que hay en el hombre.

La parábola nos instruye también sobre el más allá. La distancia entre los condenados y los redimidos es infranqueable. Epulón no se queja de su destino final, lo cual nos indica que es consciente de que lo ha elegido él y de que no se le está haciendo ninguna injusticia. Pero esa distancia imposible la podía haber salvado levantándose de la mesa y acudiendo a la puerta en la que languidecía Lázaro. Las distancias cortas de esta vida se vuelven infinitas en la otra. De hecho, sólo en la vida eterna nos será dado el conocer la verdadera dimensión de nuestros actos. La fe nos enseña que, con la muerte, nos adviene la sanción de nuestras obras. A partir de ese momento no hay capacidad de elección. El hombre queda fijado, para siempre, en el lugar al que le han conducido sus pasos. Aunque el momento de la muerte y del juicio particular, en el que cada uno ante Jesucristo, juez misericordioso, da cuentas de su vida, están envueltos de cierto misterio, sabemos que se hará justicia (algo que, por otra parte, espera todo hombre).

La misericordia divina espera algo del hombre: ser acogida. Ahora bien, el signo de que se acepta el amor de Dios es que empezamos a amar como Dios ama. Dios es lo primero en la intención, pero el prójimo necesitado antecede en nuestra acción.

Epulón vivía para sí mismo y por ello se regalaba con toda clase de placeres. Resulta difícil pensar que, de haber entrado en el cielo, donde la vida es comunión de amor, se hubiera sentido a gusto. Todo amor auténtico exige cierta reciprocidad. Tengo para mí que el egoísmo de los condenados es tan grande que, aunque fueran muchos, todos sentirían una soledad inmensa.