Santos: Francisca Romana, religiosa; Paciano, Benito, Gregorio Niseno, obispos; Catalina de Bolonia, virgen; Domingo Savio, confesor; Quirino, Cándido, Cirión, Vidal, Urpasiano, mártires

Nació en Roma en 1384, en una familia noble feudal. El término «romana» incorporado a su nombre no es apellido, sino calificativo gentilicio. De hecho, nació en la ciudad Eterna, allí vivió y desarrolló su labor, sin que se conozcan viajes y salidas a otras tierras.

Los detalles de su vida se conocen por la Vita que escribió en latín su confesor. Bautizada en la plaza Navona, cuentan de ella que estuvo inclinada a las prácticas piadosas desde la más tierna infancia. Este dato no es excesivamente significativo en una niña bien cuidada por la esmerada educación privativa de los nobles; pero parece digno de tenerlo en cuenta si se llega a afirmar, como es el caso de Francisca, que a los once años poseía ya el don y hábito de la oración continua acompañado de gracias extraordinarias.

Se casó con trece años y, a los catorce, tuvo su primer hijo. Su marido fue Lorenzo Ponziani, caballero influyente en Roma, quien le permitió continuar con su piedad habitual y con su espíritu de penitencia, llegando a formar un hogar muy feliz donde Francisca era ejemplo de esposa y de madre. Hay que reseñar que, de los tres hijos que tuvieron, solo sobrevivió uno.

La ocupación de Roma por las tropas de Ladislao Durazzo (en 1406-1410 fue época de las guerras entre Roma y Nápoles) estuvo a punto de destruir aquel hogar, porque Ponziani fue herido gravemente. Su esposa le veló durante semanas enteras y consiguió arrancarlo de la muerte, pero su dolor más grande fue tener que entregar como rehén a su hijo menor para salvar a los demás miembros de la familia que estaban cautivos del tirano.

En medio de tanta tribulación, servía a los enfermos en el hospital, dio a los pobres todo lo que tenía repartiendo sus bienes y hasta llegó a pedir limosna para ellos.

Una de las notas que la caracterizan es el prodigio sobrenatural de la presencia –visible para ella e invisible para los demás– de su ángel de la guarda que la animaba al bien, la amonestaba, e incluso desaparecía de su vista siempre que Francisca hacía algo menos perfecto.

Desde 1425, comenzó a formar en torno a la iglesia de Santa María Nuova, regentada por benedictinos, una asociación secular con otras señoras romanas que compartían sus ideales y la acompañaban en las tareas caritativas. Fue una experiencia original en la que se mezclaba la vida religiosa con la seglar, siguiendo la regla de san Benito. Siete años más tarde, en el 1432, aquello se convirtió en una comunidad peculiar de monjas que no llegaban a abandonar totalmente el mundo; se establecieron en Tor de Spechi, y así fue naciendo la llamada Congregación de Oblatas de San Benito, cuyas afiliadas recorrían las calles de la Roma medieval con su hábito negro y toca blanca.

Naturalmente, Francisca redactó las normas de vida, aconsejada continuamente por su ángel, tan resplandeciente en claridades, que había ocasiones en las que no necesitaba de candil para hacer sus rezos. Como cabe esperar, siempre está presente en la iconografía el motivo de su ángel Custodio.

Cuando murió su marido en 1437 dejó su palacio para vivir en Tor de Spechi hasta su muerte el 9 de marzo de 1440.

El papa Eugenio IV aprobó su obra en 1444.

Se la canonizó en 1608.

Como bien se ve, la vida de Francisca Romana, tan plena de visiones, éxtasis y prodigios sobrenaturales, viviendo con alto rigor ascético la vida monástica dentro del matrimonio, no es modélica para el común de las esposas y madres cristianas, como ingenuamente alguna vez se ha pretendido afirmar.