2Re 5,1-15a; Sal 41; Lu 4,24-30

¿Qué les pasó a los vecinos de Nazaret para dejarse arrastrar por esas furias, hasta el punto de querer despeñarle? Pero, aún, ¿no nos acontece a nosotros lo mismo? Los habitantes del pueblo de Jesús, y muchos de entre los nuestros, de estos países que se pensaban epulones, se decían con indignación: ¿no es este el carpintero e hijo de carpintero?, ¿cómo nos viene ahora con estas mandangas? ¿Que la completud de la misericordia de Dios se nos dona en él? Anda hombre, vamos allá. Hasta podríamos llegar a creer que fuera superman o alguno de esos seres que aparecen en tantas películas de sobrenaturalidades. Pero a estas alturas de la película andarse con tales monsergas, no, no se lo resistimos. Como tampoco lo consentimos a ese puñado de gentes, cada vez más exiguo, todo el mundo puede verlo, que nos aplastan la libertad con eso de que ellos son su Iglesia, dicen que iglesia infalible, y que fuera de ella no hay salvación. Nosotros no necesitamos salvación ninguna. Hablan de pecado. Pero si los pecadores serán ellos. Dicen que su río, sus aguas y sus panes, son mejores que los nuestros para el buen alimento corporal y espiritual. Nos quieren imponer sus reglas haciéndolas leyes de todos y sobre todo: el aborto, un puro derecho de la mujer; la eutanasia, un mero derecho de quien tiene su vida y su muerte como cosa solo suya; el matrimonio que acabamos de acoger como derecho de todos, y nada de solo un hombre con una mujer. ¡Pues hasta ahí podríamos llegar! Al oír esto, todos se pusieron furiosos —con Jesús y con su Iglesia— y, levantándose, lo empujaban fuera de la vida cultural hasta el barranco de la desfachatez en donde se alzaba, con la sana intención de despeñarles.

¿No es esto lo que nos está pasando? ¿No nos hemos cerrado a la misericordia del Señor, Dios? Y si ha acontecido así es porque nos hemos cerrado a la palabra, a la acción, a la vida que se nos dona en Cristo Jesús. Necesitamos nuevos ojos para verle. Los nuestros están carcomidos por las cataratas y por el cáncer. Ya no le vemos. Y no le vemos porque nos negamos a ver. Nuestra alma ya no tiene sed del Dios vivo, ya no queremos ver su rostro. Nos creímos aquello de que seréis como dioses. Engaño diabólico. Cualquier agua empocilgada nos vale, nos refocilamos con ella, la bebemos con avidez. No queremos seguir más el camino de Jesús, sino, quizá, el de tertulianos y tertulianas que atronan nuestros oídos, el de esa gente guapa que se ha hecho con el proscenio y con toda la escena de la vida.

Necesitamos silencio. A Dios solo se le recibe en el silencio; su llegado es un puro susurro. Y ¿quién de entre nosotros tiene el atrevimiento de irse al desierto? Lugar del silencio, sí, es verdad, pero duro lugar de las tentaciones. Silencio de la cruz. ¿Quién de entre nosotros se atreve a ponerse a sus pies y mirar el espectáculo divino que allá se nos ofrece?

El miércoles de ceniza nos la impusieron pronunciando estas palabras: polvo eres y en polvo te convertirás. ¿Palabras que buscan asustarnos? No, claro, sino recordatorio de que hemos sido hechos del barro de la tierra al que se añadió el soplo del Espíritu, dándosenos la asombrosa cualidad de la carne: preparación ya entonces de la encarnación del Verbo.

Polvo de pecado, polvo de gracia, polvo de vida eterna.