2Cr 36,14-16.19-23; Sal 136; Ef 2,4-10; Ju 3,14-21

Y ¿para qué lo entrego? Para que no perezcamos los que creemos en él, sino que tengamos vida eterna. Efesios insiste. Dios de misericordia. Llama poderosamente la atención la de veces que en esta preparación de la cruz del Señor está apareciendo la palabra misericordia. No es para juzgar para lo que el Hijo vino al mundo, sino para que se salve por él. Estando muertos por nuestros pecados —a partir del momento de la fe, lo poco que nosotros ponemos por la gracia del Señor que nos auxilia, el pecado está siempre en nuestro horizonte—, nos hace vivir con Cristo. Por pura gracia estoy salvado. Por pura gracia estoy resucitado con Cristo Jesús. Por pura gracia estoy sentado en el cielo con él.

¿No es eso demasiado? ¿Qué puede significar esa entrega?, ¿una traición del Padre a su Hijo, que nos lo pone en nuestras ávidas manos? Manos pecadoras que lo alzan en la cruz. ¿Es que el Dios Trino no sabía lo que de cierto iba a acontecer?, ¿acaso su designio —allá en donde este se da, en las cuestiones de la redención y de la salvación, en el que volvamos a nuestro ser natural de imagen y semejanza, no en las internalidades mismas de la creación— era tan iluso que le faltó la más elemental de las prudencias, no importándole que el Hijo fuera derecho a una muerte segura, y una muerte de esclavo? Misterio de la cruz. ¿Era este el único procedimiento para vencer nuestra libertad voluntaria del seréis como dioses, y conformarnos de nuevo en a su imagen y semejanza? Porque Dios de ningún modo quiere doblegar nuestra voluntad, sino captarla con suave suasión. Un asombroso acto de amor que nos deja turulatos. Casi incrédulos. Retirará nuestra mirada del espejo en que nos mirábamos para que contemplemos a quien está clavado en la cruz. Nos mostrará un largo camino en donde se despliega esa suasión suave que nos va llevando a comprender en dónde esta la verdadera carne creada a su imagen y semejanza.  Porque mirando al crucificado aprendemos quiénes somos y cómo somos redimidos. Es verdad que, como Pedro, líder y portavoz de los apóstoles, brabuconearemos infinito para luego negar a Jesús tres veces antes de que cante el gallo, pero también es verdad que, luego, cuando nos pregunte por tres veces si le amamos, lloraremos con él a lágrima viva.

Porque mirando al crucificado aprendemos la verdad de nuestro propio ser. Y la fe en él, por más que sea en la más pura y desgraciada fragilidad, nos abre las puertas a la gracia infinita con la que el Padre nos justifica por la muerte de su Hijo y el envío del Espíritu.

Aunque es verdad que la luz vino al mundo, lo que nos muestra en toda su belleza el Misterio de la encarnación, y los hombres prefirieron la tiniebla, el alejamiento de su Dios amoroso que lo había creado, engañados por el seréis como dioses, la vida de Jesús en su Iglesia, la contemplación de los Misterios de esa vida, y, sobre todo, el espectáculo de la cruz que nos arrastra en suave suasión, nos abren la fe en Cristo, y por la fe, como se ve en infinidad de parábolas, el Señor nos cura de nuestras dolencias y enfermedades, es decir, de nuestro pecados, abriéndonos la anchura de su gracia, ternura y misericordia. Este fue el designio del Dios Trino.