Is 49,8-15; Sal 144; Ju 5,17-30

Y ¿cuál es esa voluntad? En el designio redentor del Dios Trino está rehacer en nosotros el a imagen y semejanza con que fuimos creados. Esa es la voluntad de quien envió y de quien fue enviado. Un designio de voluntad que pasaría por encima de cualquier dificultad. ¿Imagináis si, cuando vio Jesús cómo se le ponían las cosas, y aprovechando que en la misma semana santa pasaba las noches fuera de Jerusalén, hubiera escapado por la tangente en espera de tiempos más favorables? ¿No hubiera sido un acto de prudencia? ¿Por qué el empeño de ir hasta el final, incluso aunque este fuera, esperando, el martirio de la cruz? ¿Quién hubiera impedido al Dios Trino reconsiderar su designio redentor enviando, por ejemplo, legiones de ángeles que recondujeran lo que parecía írsele de las manos? Jesús lo rechaza explícitamente ante quienes le juzgan. ¿Por qué Jesús va a querer beber del cáliz hasta las heces? Sabía la suave suasión que ejercería —y que sigue ejerciendo— sobre nosotros cuando estuviera clavado en la cruz, y no encontró mejor manera de conseguirlo,. Tal era el procedimiento, y no había otro mejor, para que nosotros voluntariamente, mirándole a él, nos reencontráramos justificados por su gracia en el perdón y la misericordia, con la imagen y semejanza con que fuimos creados. Era tal la pasión de Dios por nosotros, el gusto asombroso para acabar en nosotros lo que había iniciado con la creación, que, lo dice san Pablo con palabras brutales: ¿estará contra nosotros el que no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó [se reservó a su propio Hijo traduce Manuel Iglesias] por todos nosotros? (cf. Rom 8,31), leíamos días atrás.

Estamos en tiempo de gracia. El compasivo nos conduce a manantiales de agua. El Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados como una madre que no se olvida de su criatura. Y es así aunque nosotros lo abandonemos, como hacemos en tantas ocasiones. Él es clemente y misericordioso por encima de todo. Él también actúa en nosotros, del mismo modo que su Padre actúa en nosotros. En una actuación de suave misericordia. Ay, pero esta es precisamente la razón por la que tantos buscaban matarlo y siguen a sus anchas en esa misma inquisición. Él solo hace lo que ve hacer al Padre, por eso tantos y tantos le perseguimos hasta levantarlo clavado en la cruz. Las razones de su justicia misericordiosa son las mismas que nos lanzan contra él. No queremos misericordia ni consuelo ni ser librados del pecado. Somos dioses, y no necesitamos de Dios. No queremos oír su voz. No queremos que nos camele con eso del pecado. No queremos tener dios ninguno por encima de nosotros mismos y de nuestra gente guapa que con tanta fuerza nos atrae a sus propios entretenimientos, alejándonos del espectáculo de la cruz.

Mas la suave suasión con la que atrae nuestra libertad desde el trono inaudito de la cruz nos deja vibrantes, temblorosos de emoción. Voluntariamente nos sentamos bajo ella para contemplar la ternura de Dios. ¿Recordáis aquella pintura en la que el brazo amoroso de Jesús se suelta del clavo para abrazar a san Bernardo, que tiene sus ojos arrobados por la torrentera de sus lágrimas? Lágrimas de amor de quien deja que su voluntaria libertad corra a encontrarse con esa figura en carne muriente que nos dona la certeza de nuestra imagen y semejanza. Tal era el designio —el único designio— del Dios Trino.