Jer 11,18-20; Sal 7; Ju 7,40-53

¿Dónde se nos dona en su plenitud ese amor y esa misericordia? En el cordero manso que es llevado al matadero; que quita los pecados del mundo cuando es clavado en la cruz. Sorprende que sea así. Queda uno perplejo. ¿No tenía Dios para lograrlo otros procedimientos menos crueles con el Hijo? No, si quería mantenernos en la libertad que nos creó. Hubiera podido barrer nuestra voluntad libertaria del seréis como dioses, pero con ese acto hubiera enturbiado para siempre la imagen y la semejanza, esencialmente libres. Libre es Dios en su creación. Libre es Dios en su designio de salvación. Libres debíamos ser nosotros cuando nos redimiera del pecado para donarnos la vida eterna. En el designio salvador cabía, pues, la suave y dulce suasión que estira de nosotros en el enamoramiento del crucificado. Pero esto pedía la libertad de Jesús en aceptar lo que viniera sobre él, con tantos que buscan condenarle a morir de manera infamante, pues el justo no puede ser aceptado y debe morir, sin ver que, así, como manso cordero, morirá por nuestros pecados, y en la sangre y el agua que salen de su costado, funda su Iglesia. Tal es el designio salvífico de nuestro Redentor. No cabía otro modo que respetara la grandeza libre del Dios Trino, la obediencia libre de Jesús y nuestra propia libertad, atraída ahora por esa suave suasión.

Ante este designio redentor sorprendente, cantaremos con el salmo para que él nos acoja y nos salve; para que no nos atrapen y nos desgarren sin remedio. Y veremos cómo canta por su boca la grandeza del crucificado, para que se vea su justicia y la inocencia del cordero sacrificado. Pediremos en la oración sobre las ofrendas que someta nuestras voluntades rebeldes a su santa voluntad. Mas, cuidado, no en la obligatoriedad de quien para ser salvo se ha convertido en maquinaria predeterminada donde no cabe ya libertad alguna. El designio salvador de Dios, hay que repetirlo una y mil veces, cuenta con nuestra libre voluntad. No es una salvación de obligado cumplimiento, a la que somos arrastrados una vez que se nos arranque todo viso de libertad, convertidos así en muñecos de un Dios que aplastaría nuestra voluntad.

Ese no es el camino elegido por el designio salvador de Dios. El suyo es un designio asombroso de amor, de ternura y de misericordia, que pasa por el envío del Mesías, el Cristo Jesús, en continuidad con la alianza con el pueblo elegido. Que viene anunciado desde Abrahán, mejor desde el paraíso terrenal y los seis días de la obra de la creación. No es un mal arreglo de última hora al ver Dios que todo se le ha desbaratado. Así, las cosa se entienden. Así, comprendemos ese camino que estira de nosotros con suave suasión desde hace tanto tiempo y que ahora va a alcanzar su plenitud en el crucificado. Por esto, deberemos mirar estos días el camino de Jesús, y, cuando llegue el momento, contemplar con enorme cuidado la cena, la oración de Getsemaní, el prendimiento, el ir y venir por los palacios del sumo sacerdote, de Pilatos y de Herodes, el reniego de Pedro, el tratamiento de los soldados con la corona de espinar, el via crucis, la crucifixión, María, las mujeres y Juan al pie de la cruz, la muerte a la hora de nona y el desgarro del velo del templo, la afirmación del centurión, el descendimiento, la tumba… que resultará vacía, porque llena de la ternura y de la misericordia de Dios.