Hch 7,51-8,1a; Sal 30; Jn 6,30-35

El discurso de Esteban ante el Sanedrín es una preciosidad, aunque acá solo leímos, ayer, el comienzo y, hoy, el final. Esteban les hablaba lleno de Espíritu Santo y viendo la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha. Tampoco ahora es un fantasma o un espíritu el que está allá en lo alto: es Jesús, al que, luego de su nombre, se le podrán añadir los epítetos que indique quién es y cómo acontece que esté allá, a la derecha del Padre. Es Jesús, el hijo de María, el Hijo de la Trinidad Santísima que fue concebido en su carne en el seno purísimo de María; es Jesús que tantos y tantos vieron, escucharon y tocaron cuando caminaba por Galilea y, luego, subió a Jerusalén a que se completara la razón de su envío; es Jesús, el clavado en la cruz por nuestros pecados y para nuestra salvación; el Jesús resucitado, que se mostró a los suyos y que, de aquí a poco, se aparecerá a Saulo: ¿por qué me persigues?

Es Jesús, que se nos ofrece en la carne de hijo de María; es Jesús, que se me ofrece en la carne del cuerpo crucificado en sacrificio de expiación por y para nosotros; es Jesús, que se me ofrece en el cuerpo de la Iglesia de la cual él es la cabeza. Es Jesús, el Hijo del Altísimo. Esto es lo que Saulo no podía aceptar: blasfema, gritaba él con la mayoría de los miembros del Sanedrín, reo es de muerte, como lo son todos los que comen de su carne y de su sangre, los que siguen al hijo de María por los caminos de quien es el enviado de Dios, los que forman su Iglesia. En todos esos lugares se encuentra Pablo a los blasfemantes. Y por eso persigue allá donde se da, en la Iglesia, esa triplicidad. Persiguiendo a la Iglesia, persigue a Jesús en todas sus manifestaciones. Saulo, pues, aprobaba la ejecución de Esteban.

Señor, a tus manos encomendamos nuestro espíritu, ahora ya está transido del Espíritu Santo que habita en nuestro interior. Por eso, siempre, siempre, en el siempre de su mismo ser, el Señor hará brillar su rostro sobre nosotros. ¿Miedos?, ¿de qué?, ¿de quién? Él es la roca de nuestro refugio; su presencia es el asilo donde él nos esconde de toda conjura y peligro. ¿A quién temeré?, ¿quién me hará temblar?

Nosotros, como Esteban, luego, como Pablo, creemos en él, vemos sus obras entre nosotros, comemos del verdadero pan del cielo que el Padre nos da. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo. Y ese es el pan de la eucaristía. Así pues, Señor, danos siempre de ese pan. Tú nos lo das, es cierto,  pero ¿dónde encontraremos el lugar en donde nos lo das? En la Iglesia que celebra el sacrificio de la cruz. Por eso, pan eclesial, no un pan bendito cualquiera, en el que nos imaginamos con gusto que nos acercamos a Jesús. Comemos su carne y bebemos su sangre, carne y sangre de sacrificio, sacrificio en la cruz, en el pan y el vino que la Iglesia nos da a comer y beber. Misterio de Jesús. Misterio de la eucaristía. Misterio de la Iglesia. De este modo, el cuerpo de Cristo se hace cuerpo eclesial y, a la vez, se hace cuerpo mío, mi comida y mi bebida. Cuerpo de Jesús, el hijo de María, cuerpo entregado, cuerpo sacrificado en la cruz, cuerpo resucitado, cuerpo de la Iglesia. Carne de mi carne.