1Co 2,1-10; Sal 118; Mt 5,13-16

La lectura de san Pablo en el día de hoy, fiesta de san Isidoro, uno de los hombres más sabían en su tiempo, y que fue luz intelectual para todo el comienzo del medievo, como lo fue la regla se san Benito para la evangelización de Europa, es emocionante. También Pablo era un sabio, y un retórico admirable, mas con sus artes solo busca presentarnos su evangelio: a Cristo, y este crucificado. Viene a nosotros a anunciarnos el Misterio de Dios, y no le importa que sus palabras sean sublimes y elocuentes. Nos encandila cuando nos dice que también él se presentó débil y temblando de miedo, como si fuera cualquiera de nosotros. Y nosotros que lo imaginábamos fuerte y seguro de sí; nos resulta ser pequeño, quizá tartaja, lleno de debilidades, para que en ellas brille la luz de su amado Cristo Jesús, a quien dedica la vida entera desde que la luz blanca de su presencia le cegó camino de Damasco. Débil, perseguido, menospreciado, animoso, trabajador con sus manos para ganarse la vida, inquieto corredor de fondo, que busca la periferia y el centro (la urbe romana) de su mundo. No le importa cómo es, pues sabe que su fuerza es la de Dios. Es el poder de Dios quien le sostiene, anima y conduce. No para predicarse a sí mismo, para que vean su retórica maravillosa, su elocuencia acogedora, su persona cariñosa, pues solo le interesa Cristo, y este crucificado. Y enseñando que es ahí, en él, donde se nos manifiesta el Señor de la gloria de Dios. Enseñándoselo a quien lo quiera escuchar. No los grandes de este mundo, los sabios, los entendidos en leyes y poderes. Porque solo quien se haga pequeño, por grande que aparezca, o que lo sea de verdad, puede creer en el crucificado. Necedad y escándalo para tantos, porque no, es imposible, en el crucificado no se nos puede manifestar Dios, no se puede consentir que haya muerto ahí por nosotros y para nosotros. Por nuestros pecados y para nuestra salvación. Imposible. Eso es mentira, infundio, mito. Invención para viejecillas que se contentan con tener el ojo lacrimoso. Irremediablemente falsario.

Mas ese es nuestro mensaje. Para eso somos la sal de la tierra. Para predicar ese Misterio de salvación en el Cristo muerto en la cruz y, luego, resucitado en su carne viviente y elevado a los cielos por la fuerza de Dios, para sentarlo a su derecha, abriéndonos camino de misericordia hacia él, para, también nosotros, resucitados por su gracia, vivir la temporalidad, porque carne resucitada, del siempre de Dios.

Curioso, porque nos acontece como a Pablo: es nuestra luz la que tiene que alumbrar a todo hombre. Sí, sí, ya sé, es la luz del resucitado, pero mientras no me haga resplandeciente para que vean en mí nuestras buenas obras de la fe, no hay evangelización alguna. La luz transfigurada del crucificado se trasluce en mí, o, de otra manera, no hay esa luz para los demás. Cuando hacemos el signo de la cruz: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, brilla en nosotros la fuerza de Jesucristo, muerto en la cruz y resucitado de la tumba. Pues el signo de la cruz es la puerta por la que la gracia de Dios viene a aquellos a los que evangelizamos. No, no soy yo, tenemos que decir con Pablo, es Cristo quien vive en mí, para dar gloria a nuestro Padre que está en el cielo.