Hch 11,19-26; Sal 86; Jn 10,22-30

Lo de Esteban es persecución y dispersión. Camino del martirio y comienzo del cumplimiento: Id y predicad por todo el mundo. La mano del Señor estaba con ellos. Bernabé, saliendo de Jerusalén, enviado por los apóstoles, va a Tarso para buscar a Saulo. La nueva Jerusalén está cimentada sobre el monte santo, el lugar donde Cristo fue crucificado y, allí mismo, la fuerza del Espíritu de Dios lo levantó de la muerte y le dio vida para siempre, su siempre, de modo que Jesús, ahora, es el Viviente. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios! Fuerza resucitadora no centrípeta, sino centrífuga, para extenderse por el mundo entero, porque la salvación es gracia para todos los que tienen fe en él, sean judíos, sean gentiles.

Dínoslo francamente: ¿eres tú el Mesías? Las palabras y los actos nos lo señalaban. Su muerte y resurrección nos lo aseguran. Yo soy. Y por esto hace sus obras en nombre de su Padre, y ellas son las que dan testimonio de él. Nos encandilabas, Señor, cuando te veíamos andar por tus caminos. Te seguíamos. No sabíamos muy bien por dónde, pero nuestros pasos se pegaban a los tuyos. Por la gracia de tu Padre que te envió a nosotros para que creyéramos en ti, estábamos repletos de una sincera fe en ti. Te sabíamos fiel, y queríamos serte fieles. Pero todavía faltaba mucho. Ahora, que hemos vivido, ¡y de qué manera!, la experiencia de tu muerte y resurrección, de que, junto a los discípulos de Emaús, comemos el pan y el vino que tú nos donas como tu cuerpo y tu sangre derramada por nosotros en el sacrificio de la cruz, y te reconocemos como resucitado cuando nos partes tu pan, ahora ya, sabemos quién eres. Tantas veces que te preguntábamos: ¿quién eres, Señor, dinos quién eres?, sabemos que eres nuestro pastor y nosotros ovejas de tu rebaño. ¿Qué hicimos para que así fuera? Nada, simplemente, tú nos elegiste para que viviéramos la plenitud de la realidad contigo y para que vayamos al mundo entero a predicar tu palabra y compartir tu eucaristía. Nosotros escuchamos tu voz, y tú, ¡cosa bien prodigiosa!, nos conoces, y te seguimos, y nos das vida eterna. Nuestra realidad ahora es plenitud que nos viene donada desde tu vida en completud Trinitaria. Nuestra realidad no sería tal si no nos fuera dada sacramentalmente desde esa tu completud. que es vida de siempre y para siempre, pues vida en esa siempre que es el tuyo, el siempre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Ahora, en ella, está también la carne resucitada del Hijo, la que fue concebida en el seno virginal de María y que, tras tantas vicisitudes, murió en la cruz, para resucitar en la gloria del Padre. Lo nuestro, sin ti, Señor, sería un puro desmigajamiento de realidades construidas por nosotros, fruto de puras relatividades de lo que queremos y buscamos en un momento, tan distinto del otro. La sacramentalidad de tu carne unifica lo que en nosotros no sería sino pura dispersión. Somos seres dispersos que han perdido tu imagen y semejanza, pero ahora, en ti, en el ser roto de la cruz, y que es el Viviente en un hoy para siempre, el siempre de Dios, se nos dona la realidad que unifica nuestro ser, ser individual y ser social. Lo nuestro ahora es vivir esa realidad —con realidad sacramental todavía— que ha hecho converger en ella todas nuestras líneas de vida que antes confluían en tantas realidades relativas y descompuestas.