Al releer el encuentro de la Virgen con su prima Isabel pienso en mi reacción cuando Jesús se hace presente en el Sacramento del Altar. Al igual que Juan Bautista saltó de entusiasmo en el seno de su madre también mi corazón debería conmoverse de una forma singular al producirse el milagro de la transubstanciación. El Misal prescribe una exclamación. La más utilizada dice: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven Señor Jesús!”. En esas palabras se condensa nuestra alegría por el milagro renovado. Sobre los paños blancos del altar, en una patena y un cáliz que hacen de trono, está Jesús: verdaderamente, realmente, substancialmente. La Iglesia se conmueve en ese momento culmen de la celebración y nosotros con ella. Como María portaba a Jesús en su seno también la Iglesia lo trae hoy al mundo y lo acerca a los hombres. Es un milagro parecido que no deja de producir importantes efectos santificadores.

La Virgen María, además, simboliza a la Iglesia en cuanto que portadora de la salvación de Dios a otros hombres. A través de la humanidad, en este caso la de la Madre de Dios, el Señor se acerca a otros hombres. La presencia de un cristiano en gracia, abierto a todos los potenciales que esta supone, produce una transformación en nuestros semejantes. En este Evangelio queda claro que Isabel, al experimentar lo que sucede en su interior reconoce que detrás de su prima se oculta algo más grande. Por eso la saluda llamándola “Madre de mi Señor”.

No se queda en lo exterior ni niega lo que sucede en su interior sino que busca la única explicación posible. Si Juan ha saltado de alegría (signo de su santificación, por lo que la Iglesia celebra su nacimiento), es porque Dios está allí. Por eso señala san Agustín que los niños se reconocieron antes que la madres y fue por ellos que entendieron lo que estaba sucediendo.

Es muy consolador este evangelio que recuerda la primacía de Dios en todo y como nuestra humanidad puede ser fiel conductor de su salvación. Ello se refiere primeramente a la Iglesia. También hoy donde la Iglesia se encuentra se producen episodios semejantes al que se vivió aquel día: hay corazones que se conmueven y realidades que se transfiguran.

Para que nosotros podamos permanecer en esa dinámica necesitamos reconocer al Señor. Qué bueno si nuestro corazón se entusiasma en el momento central de la Misa o después cuando nos acercamos para recibir la comunión. Ese entusiasmo no siempre conlleva una reacción emotiva, pero nunca puede faltar el asentimiento de la fe. Por eso mucha gente en el momento de la consagración repite las palabras de Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. No podemos dejar de recibir al Señor que se hace presente con la fórmula que lo hace la Iglesia y con esa fe de la que es testimonio en la historia la salutación que Isabel dirigió a la Virgen María. Que ella, la Madre de Dios y nuestra, siga siendo la fiel mediadora que nos acerca al Señor y nos ayuda a reconocerlo.