San Pedro, en la primera lectura de hoy nos da unos consejos. No se trata de simples advertencias para completar nuestra vida esencial, sino que van dirigidas a lo esencial. La primera hace referencia a la oración. Son muchas las personas que manifiestan dificultades para rezar: no encuentran tiempo, les falta el hábito, no logran centrarse en ello… Aquí san Pedro da una indicación universal: “sed, pues, moderados y sobrios”. La moderación en todas las cosas, pues la sobriedad apunta especialmente al apetito concupiscible en su relación con los alimentos, aparece como una condición necesaria. Nos cuesta orar porque siempre vamos demasiado llenos y, para ponerse ante el Señor, es necesario hacer espacio, abrir nuestro interior y que en este se encuentre el vacío suficiente para que pueda entrar la palabra de Dios. Si en general el exceso embota nuestra mente, incapacitándola para todo, mucho más cuando se trata de cosas espirituales.

Por otra parte nos dice “mantened en tensión el amor mutuo”. Antes hemos visto la tensión necesaria para la oración. Es decir no podemos presentarnos a orar sin haber preparado ese momento, improvisando. Ahora se nos habla de la tensión de la caridad. San Pedro explicita esa enseñanza: “ofreceos mutuamente hospitalidad, sin protestar”. Debajo de esas palabras igual se encontraba algún conflicto concreto que afectaba a los destinatarios de la carta. Quizás había personas que acogían de buena gana en su casa y otros que sentían como un abuso, por parte de los demás, el tener que recibir constantemente personas. Pero más allá de lo concreto que pudiera pasar hay un hecho: nos cuesta permanecer en la entrega a los demás sin quejarnos. Quizás alguna vez hemos sentido el agotamiento de vaciarnos para los demás sin obtener ninguna recompensa, y ello nos ha generado malestar y quejas. El Apóstol nos indica que hay que permanecer constantes en ese amor, siendo fieles al mandato del Señor y sin quejarnos. En ese sentido también nos indica que vivir el amor cubre “la multitud de los pecados”. Es como si dijera que sólo mediante la caridad respondemos adecuadamente al perdón que se nos ofrece por nuestros pecados. De ahí que después de toda confesión ha de surgir también el deseo de vivir una mayor entrega.

Esa tensión del amor se especifica aún más. Cada uno de nosotros ha recibido dones diversos. La gran tentación es apropiarse de las propias cualidades como si su origen estuviera en nosotros mismos. Aquí se nos llama a reconocer que el bien que hay en nosotros nos ha sido dado por Dios. Por eso se habla de dones. Un don es algo que se ha recibido y, aunque ahora sea nuestro, radicalmente proviene de Dios. Y los dones, lo que hacen es manifestar la gloria de Dios. Cuando un don nuestro deja de reflejar a su Autor se pervierte. En las cualidades de cada uno de nosotros se ha de reflejar la bondad de Dios. De tal manera que hemos de sentir la alegría de que Dios nos haya bendecido con esta o aquella cualidad, pero siempre deseando que a través de ella se manifieste su gloria. De esa manera nuestra alegría será más perfecta. San Pedro pone ejemplos muy concretos dentro de la vida eclesial: el servicio a los demás y la predicación o la catequesis. Ello nos recuerda que donde más fácilmente pueden pervertirse los dones de Dios es precisamente en el ámbito de su servicio.

Pidamos pues, por intercesión de María Virgen, que sepamos reconocer los dones que Dios nos ha dado y que los pongamos al servicio de la edificación de la Iglesia.