1Re 18,41-46; Sal 64; Mt 5,20-26

Los antiguos Padres, parece que de una manera especial Tertuliano, tuvieron en consideración las manos de Dios en el acto de la creación, de donde sacaron preciosas consecuencias (en todo lo que va a referirse a Tertuliano, Roberto López Montero). Porque cuando nos acercamos a los primeros capítulos del Génesis nos encontramos el maravilloso espectáculo teológico de la creación. Creación una y otra vez por la Palabra los cinco primeros días, machaconamente. La creación, así pues, es el Sermón de amor que Dios habla hacia fuera de sí, en completa conjugación del Verbo: una Palabra que pone en marcha y sostiene la evolución de lo que en aquel acto tomó forma, forma verdeante, esto es, le dio ser en su próximo ir siendo. Con una cadencia rítmica muy notable una y otra vez, uno y otro día se dice: Dijo Dios, con lo que las creaturas de ese día, la luz, las luminarias, el agua, la tierra, los animales, la hierba, ven el ser, se asoman al ser y pululan por el cielo y la tierra, viendo Dios que todo era bueno. Entre ellos, al final, el sexto día, bien diferenciado de los otros, está el hombre, pero con una salvedad decisiva. Es verdad que las palabras con las que Dios trata la creación del hombre siguen siendo un decir: Dijo Dios, pero cambia radicalmente la estructura de su decir anterior, pasando ahora a una locución en plural: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. La Palabra creadora proviene de un Sermón que Dios mantiene consigo mismo; en ese interior hay, también, una conjugación del Verbo. Hagamos. Pero todavía no ha terminado el espectáculo sorprendente de la creación teológica, pues del limo de la tierra Dios modeló con sus manos la carne del hombre, soplando luego su Espíritu sobre su rostro creado ese sexto día de modo que sea no solo a su imagen, sino también a su semejanza. Vemos, pues, las sutilezas del relato teológico de la creación del hombre, al que todavía se añadirá que sea el mismo Dios quien de la carne de varón modelará con sus manos la carne de varona, y todas las trepidantes aventuras teológicas que vienen a continuación.

Nos encontramos con las manos de Dios. Manos que del limo modelan carne. Y modelan lo que ha de ser la carne del Hijo cuando venga al vientre de María. Ya desde ese momento, momento teológico, hay en Dios un designio de salvación. Porque ese cuerpo creado a su imagen y semejanza es la carne del Hijo. Los instrumentos con los que se modela esa carne, las manos de Dios, son la Palabra y el Espíritu. Creación trinitaria. Creación que contempla ya la encarnación del Hijo, de modo que, siéndolo, en esa carne se nos dona el punto atractor, el punto Omega podríamos decir, hacia el que nuestra carne sentirá una suave suasión de enamoramiento que se cumplirá en su completud cuando veamos la carne crucificada del Hijo. ¿Se regodeaba Dios en ese sufrimiento, en la bestialidad de la cruz? No, de cierto que no, pero comprendió desde ese mismo momento, si se puede utilizar un antropomorfismo tan audaz, que la cruz era necesaria para que la completud de su designio llegara a nosotros como plenitud de ser que nos hiciera recuperar en libertad la naturaleza misma de nuestro a imagen y semejanza, de la que se nos hace donación en la cruz. Cruz joánica. Las manos de Dios nos tocan, tocan nuestra carne, nos modelan con sus dedos. Todo en nosotros está pendiente de este tocamiento de amor. Tocamiento sacramental de la materia. Tocamiento carnal. Por tanto, tocamiento eucarístico.