Me contaba ayer un amigo de un sobrino suyo que es muy fuerte. Tan fuerte que suele meterse en broncas y disputas de vez en cuando y eso le costó en la madrugada de ayer un golpe con un vaso en un ojo, lo que haga que seguramente pierda la visión en ese ojo. Pidamos a Dios por su recuperación. Cada día veo más la violencia a flor de piel y se convierte en el modo de arreglar disputas. La desconfianza en la justicia y en la autoridad lleva a estas peleas absurdas. Además cada día consideramos más importantes nuestros derechos y mas ligeros nuestros deberes, por lo que el choque de derechos es peor que un choque de trenes, acaba ganando el más fuerte…, casi siempre.

«Habéis oído que se dijo: «Ojo por ojo, diente por diente». Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas.» Me imagino la cara de esta pobre madre si hoy va a Misa y escucha este Evangelio, con el hijo herido en el ojo en el hospital. También podía ir a Misa su agresor y arrepentirse de lo que ha hecho y pedir perdón y cambiar de vida.

La violencia se ha convertido en algo habitual. Películas, noticias, sucesos, novelas…, destilan violencia por muchas partes. Hablo con chavales que quieren hacer la justicia (lo que ellos llaman justicia), por su mano. Hablan con toda naturalidad de partir piernas, romper brazos, pegar cuchilladas, dar un par de tiros o sacarle los dientes…¡y ojalá lo hiciesen en sentido figurado!. Pero también vemos violencia en las familias, entre padres e hijos, hijos y padres. Entre esposos y entre hermanos. En las comunidades de vecinos, en los patios del colegio y en los despachos de las oficinas. Entre las sociedades y entre los pueblos. Violencia por todas partes. Es un fracaso de la humanidad que haya que tener un premio Nobel de la Paz.

“Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra.” ¡Sí, hombre!, podemos pensar. Pues sí, ojalá aprendiésemos a ser pacíficos. Ser pacíficos no significa renunciar a nuestros derechos (aunque se puede hacer por amor), ni ser tontos, timoratos o ñoños. Ser pacíficos significa que sé que la justicia triunfa al final y que Dios no mira a los más fuertes, sino a los más amables. Si fuésemos capaz de sembrar paz a nuestro alrededor, de buscar una solución pacífica para los asuntos del día a día y los más transcendentes, si fuésemos capaces de apaciguar el mundo sería distinto.

Jesús siembra la paz a su alrededor y es víctima de la injusticia. Pero esa injusticia no triunfa sino que se convierte en redención y victoria. Los santos que han sembrado paz a su alrededor han removido a los más fuertes. La Virgen guardaba en su corazón la paz de Dios y así podía dar paz. No perdamos más ojos y demostremos que desde Cristo el mundo puede ser distinto.