Al final de la lectura de hoy encontramos una amenaza inhabitual, pero especialmente grave. El profeta Amós, a quien ayer veíamos intentaban hacer callar, hoy lo escuchamos clamar contra quienes abusan del pobre y se enriquecen a costa de los indigentes y los débiles. Al final aparece una amenaza de castigo, que tiene un contenido especial. Porque no se tratará de un castigo material o físico. De manera precisa se señala: “no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor”. Pero ese hambre, no será saciada.

El castigo es congruente. Si veíamos el otro día la separación que se daba entre los holocaustos ofrecidos en el templo y el comportamiento de quienes los realizaban, hoy se señala el desagrado con que vivían las celebraciones del Señor. Los comerciantes deseaban que pasaran en seguida los días de fiesta para poder volver a hacer negocio. Al mismo tiempo abusaban falseando las medidas para de ese modo obtener un lucro más grande. Ese comportamiento, en que la fiesta ya no era un motivo de gozo, muestra aún más la distancia del pueblo respecto de la ley del Señor. La fiesta siempre es resultado de un reconocer la actuación de Dios a favor nuestro. La fiesta religiosa nace de la conciencia de que sólo Dios vence la muerte y, por tanto, vale la pena recordar los acontecimientos en que se manifiesta esa victoria. Cuando deseamos que la fiesta acabe pronto es porque no deseamos ya vivir bajo el tiempo del Señor sino bajo nuestro propio tiempo, es decir queremos asegurar nuestra propia historia siendo sus garantes. El tema es muy profundo. Porque anteponer el negocio a la fiesta del Señor significa entender que Dios es un obstáculo para nuestra propia felicidad. A veces, quizás exageradamente, he pensado si no hay quienes creen que es una lástima que el Domingo tengamos que ir a Misa, olvidando que es precisamente la celebración de la Eucaristía la que llena de contenido ese día, al ser memoria de la muerte y resurrección del Señor.

Ese fastidio por lo sagrado es lo que se castiga de manera concreta. De ahí que en el oráculo aparezca una amenaza de cambiar totalmente el curso natural de los días: “haré ponerse el sol a mediodía, y en pleno día oscureceré la tierra”. Pero la supresión de la fiesta, que se convertirá en día de luto y de llanto, va acompañada de algo más grave: dejará de escucharse la palabra del Señor.

A quien no hace caso de lo que Dios le ha enseñado, recordemos que tenían las enseñanzas de Moisés y de los profetas, singularmente en ese tiempo de Amós, se le anuncia que se le dejará de hablar. De hecho, ¿qué sentido tiene dirigirse a quien se ha acostumbrado a no hacer caso? Tranquilamente podemos interpretar en el sentido de que quien cierra sus oídos a lo que sabe que el Señor le enseña al final se vuelve incapaz de reconocer su voz.

Pero si dejamos de saber lo que Dios nos dice, nuestra vida vuelve a la oscuridad. Hay un texto de san Hilario en el que  dirigiéndose a Dios dice, hasta que no te conocí “mi vida no tenía sentido y carecía de significado mi existencia”. Para quienes hemos experimentado la cercanía de Dios y nos hemos sentido interpelados por su palabra, la amenaza de dejar de oír su voz es muy dolorosa. De ahí que sintamos la necesidad de vivir según su palabra para gustarla cada vez más y no dejar de oírla.