Santiago Apóstol, Patrón de España. Santos: Cristóbal, Cucufate (Cugat), Pablo, Florencio, Félix, Teodomiro, Valentina, Tea, mártires; Teodomiro, monje y mártir; Magnerico, Turpión, Orso, obispos; Nesán, Canuto, confesores.

La ‘leyenda de oro’ medieval estropea a este santo español; por los menos, a mí me lo parece. Adorna tanto, tanto al mártir que no lo deja ver a causa de los mismos adornos, desmintiéndolo en un exceso de belleza.

Aurelio Prudencio, en el canto 4 del Peristephanon escribió: «Y tú, Barcelona, te levantarás confiada en el eximio san Cucufate». Lo escribió en torno al año 380, y la muerte del santo Cucufate había tenido lugar unos años antes, pero no tantos como para que no se hubiera conservado en el pueblo la memoria de los hechos relativamente recientes.

El martirologio jeronimiano incluye a Cucufate en su catálogo, y de ahí pasó a las sucesivas listas de los martirologios posteriores. No se duda del hecho de su existencia, ni de su martirio, ni de lo remoto y permanente de su culto; sí hay dudas fundadas sobre la exactitud de los relatos, y acerca de la verdad de algunos de los hechos que exponen. Conociendo el modo de expresarse las hagiografías de la Edad Media, es razonable pensar que la sobreabundancia de elementos prodigiosos y sobrenaturales no se adapta a la verdad histórica, sino que más bien expresa una realidad servida con ropaje de género épico, transmitiendo al pueblo con la verdad del martirio un entorno literario que haga agradable la perénesis que porta la vida del mártir. Sin pararme en el intento de expresar la verdad que solo Dios conoce, me parece que en este caso es bueno remitirme a lo expuesto en la vida de san Pantaleón –día 27 de julio– por la similitud que la narración de los dos santos tienen como colegas de martirio.

Relata la Vita que con Cucufate hicieron falta tres prefectos –Galerio, Maximiliano y Rufo– para poder matarlo y hacerlo mártir de Cristo. El primero murió, y el segundo también cayó ante el mártir que parece inmortal ante los terribles tormentos a los que le someten los verdugos, incorruptible ante las promesas o amenazas, e incombustible ante la acción de las llamas. El tercer prefecto se lo pensó muy bien antes de repetir la condena de aquel extraño preso; prefirió sacarlo a la luz para ‘hablar’ y decidir darle gusto cuando lo pidió Cucufate.

Relatan aquellas viejas y preciosas Actas las numerosas conversiones que se suscitaron entre los morbosos espectadores que presenciaban los tormentos y de los verdugos que se rinden para la fe por la sobrehumana resistencia de Cucufate al potro, a los garfios, a los azotes, a las llamas, a la pez hirviendo. Porque el potro descoyuntaba los huesos, los garfios convertían el cuerpo en una arada con surcos profundos que rajaban la carne, los azotes destrozaban los músculos, las teas encendidas los asaban y las recuperaciones milagrosas no tenían precedentes, eran hechos admirables. Si a todo esto se añaden las muertes de Galerio, que lo condenó y mandó torturar, y la de Maximiliano, que repitió la condena, era para que los verdugos se quedaran paralizados a la hora de cumplir su deber y oficio. Hubo misteriosos resplandores celestes, y el hecho de que la flagelación no llevara a Cucufate a la muerte, al ser sin descanso y por turnos de doce verdugos, no tiene explicación humana concebible.

El final llegó, cuando lo quiso el santo Cucufate, por espada aplicada al cuello en el Castrum Octavianum, donde estaba asentado el campamento, a las afueras de Barcelona, en lo que hoy es San Cugat.

Los restos se pasaron al monasterio.

En cuanto al modo y género, ¿no será la hagiografía de san Cucufate un doblete en versión hispana de la de su colega oriental san Pantaleón, muerto en la misma persecución, celebrados en el mismo mes, similares en la resistencia a los tormentos y en la perseverancia en la fe? Verdaderamente, comparando una vida y otra, solo se les ve diferentes –y hasta contrapuestos– en ser dos vidas distantes y absolutamente separadas solo por la situación geográfica dentro del Imperio.