Hch 4,33;5,12.27-33; 12,2; Sal 66; 2Cor 4,7.15; Mt 20,20-28

El ministerio es cosa grande y hermosa. El de Pablo, el de Santiago, el de Pedro, el de los apóstoles y quienes les sucedieron hasta nosotros. Pero, ¡ay!, son, somos vasijas de barro. Incluso agrietadas. ¿Cómo es posible que Dios haya cometido este error?, ¿o solo es error aparente? Imaginad si todo dependiera de nuestra fuerza. Entonces, seríamos nosotros mismos los que ofreceríamos a los demás nuestra salvación y nuestra redención, no la de Dios. ¿A quién le importaría lo que nosotros, convertidos así en gente guapa, pudiéramos ofrecer, pazguatillos como ellos, peor, pecadores como ellos? Si el tesoro fuera nuestra vasija, bien es verdad que, seguramente, con algunos contenidos aromáticos de la parte de Dios, estábamos hundidos. Porque, además, de hecho, somos vasijas bien frágiles, agrietadas y recompuestas a prisa y corriendo. Lo que asombra es lo que llevamos dentro. Quienes reciben el ministerio del Señor no son vasija de gente guapa que se pregona a sí mismo, sino quienes tienen palabra, verbo y sermón en sus vidas que son del Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Quien celebra la eucaristía hace las veces del mismo Cristo, de modo que el pan y el vino se convierten en el mismo cuerpo y sangre de Cristo. Su palabra se hace, así, eficaz. Dona algo que nos deja estupefactos; no es suyo, pero se dona por sus palabras y sus gestos. ¿Vasija de barro? Claro, siempre. Pero sus manos, entonces, son las de Cristo, sus palabras son las suyas. En ellas resplandece el Misterio de la carne de Cristo en la cruz que se nos dona en alimento.

Nos aprietan, pero no nos aplastan. Apurados, pero no desesperados. Acosados, pero no abandonados. Derribamos, pero no rematados. Asombroso Pablo, qué fuerza tiene su palabra.  En toda ocasión  y por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús. Y de este modo la vida de Jesús se manifiesta en nuestro cuerpo.

Pura insensatez la de los miembros del Sanedrín: ¿no os habíamos dicho que callarais? Pero ¿cómo iban a callar? Pero ¿cómo vamos a callar? Ese no callar es nuestro sí. ¿Cómo lo habríamos de hacer cuando el rostro del Señor brilla sobre nosotros? No importa lo que acontezca. No importa la fragilidad de nuestro barro. ¿No fuimos creados del limo de la tierra, de su barro? Lo que pudiera parecer fragilidad, que lo es, ciertamente, sin embargo, es imagen y semejanza del mismo Dios. ¿Agujereada, desparramada?, sí, es verdad, cuando decidimos ser como dioses, pero ahora, en la fuerza indomable del Misterio de la cruz, se nos dona en suave suasión de libertad la plena naturaleza de nuestro ser en libertad. Por eso, cuando celebramos la eucaristía no estamos allá solos, en una iglesia, aunque fuere pequeña, vieja y llena de unas pocas ancianas, sino que celebramos en el cielo la liturgia del Cordero que se nos describe de manera tan resplandeciente en el Apocalipsis. ¿Cómo iba a importar, pues, que fuéramos vasijas de barro y que así se nos viera por quienes contemplan la voz, las manos y la cara del Señor en la voz, las manos y la cara de su ministro? ¡No somos gente guapa!, gracias a Dios, por la gracia de Dios. ¿Qué tonto mirará al dedo cuando ese dedo nos hace donación de la luna? Que canten de alegría las naciones porque gobiernas todos los pueblos de la tierra, cantamos con el salmo en la liturgia celestial en la que participamos.