Hoy que es Santo Domingo contaré una historia que una vez escuché a un dominico amigo. Contaba que Santo Domingo de Guzmán soñó una vez con el cielo. Paseaba por el cielo -guiado por el mismo Cristo-, viendo las almas de los bienaventurados. Iba viendo a los mártires primeros de la Iglesia, a los confesores, por otro lado estaban las vírgenes, se cruzaba con algunos monjes y así continuaba el paseo. Al rato se le nubló la cara y frunció el entrecejo preocupado. Nuestro Señor le preguntó: “¿Qué te pasa Domingo?”. Y el santo le contestó: “Llevamos un buen rato paseando por el cielo y contemplando a tantos y tantos bienaventurados. He visto sacerdotes (pocos), algún obispo, benedictinos, Cartujos, eremitas, incluso varios franciscanos…, pero no he visto a ningún dominico. ¿Lo he hecho tan mal? ¿No he enseñado a mis hijos el camino al cielo?”  Jesús le agarró de la mano y le llevó a ver a su Madre. La Virgen vestía un gran manto y Santo Domingo le preguntó: “Madre mía, ¿por qué no veo en el cielo a los hijos de la orden Dominicana?” La Virgen le miró con cariño, abrió su manto y bajo él estaban todos los hijos y las hijas de la Orden Dominicana.

«Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos: proclamad, alabad y decid: «El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel.»» ¡Qué bueno es de vez en cuando hacer nuestro rato de oración sobre el cielo!. De pequeño algunos me decían que el cielo era estar eternamente jugando al fútbol, o comiendo bollos sin engordar ni colesterol, es decir, hacer eternamente lo que más te gustase. Pero lo poco agrada y lo mucho enfada, ese cielo debe ser bastante aburrido. Gozar de Dios tiene que ser mucho más que todo eso. ¡Gritad de alegría! Dios nos llama al cielo, nos prepara su salvación. “Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia” Gozar del amor que Dios nos va a tener toda la eternidad y del que nos tiene ahora y casi no nos damos cuenta.

«Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.» La respuesta de esta mujer cananea vale también para nosotros. Si nos diésemos cuenta del amor que Dios nos tiene nos asustaríamos. Ahora nos damos cuenta de las migajas del amor de Dios y el nos está invitando a sentarnos a su mesa. Cada día lo decimos: “Dichosos los invitados a la cena del Señor”, y parece que nos da vergüenza sentarnos a disfrutar de la cena y nos contentamos con la migajas. ¡Si las migajas ya son mucho qué no será en el mantel!. Si nos diésemos cuenta de la maravilla del cielo nos comeríamos el mundo, nada nos detendría. No tristezas, ni agobios, ni pobreza, ni insultos, ni desprecios…, nada de eso puede hacer sombra al “amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”.

Disfrutemos del cielo, disfrutemos en la oración, gocémonos con Dios, alegrémonos en Él. Debajo del manto de la Virgen queda mucho hueco -aunque Santo Tomás de Aquino ocupe un volumen considerable-, y allí nos cobijamos para gozar cada día, cada minuto, de nuestro Padre Dios, que con amor eterno te ama.