1Cor 1,1-9; Sal 144; Mt 24,42-51

Somos animales deseantes. Y tal hace que tengamos esa carne que somos, seres encarnados que reciben su ser en plenitud a imagen y semejanza del Hijo encarnado en el vientre de María, la Virgen Madre de Dios. Seres deseantes que buscan y que, en él, con él y por él alcanzan su plenitud. Plenitud de deseo. Es él, el Señor, quien une nuestros corazones en un único deseo: el deseo de Dios. Mirando todos al Hijo, buscamos al Padre. Ese es nuestro deseo común, el que nos une, plenificándonos.

Fijémonos en que todo sobre Jesús nos viene por Pablo, llamado por él mismo a ser apóstol de Cristo Jesús, y, luego, por los demás apóstoles y evangelistas. Son ellos los que nos dan la palabra en la que encontramos la tradición de Jesús, el Cristo, nunca deberíamos olvidarlo, y que nos enseñan la manera en que nos acercamos a él: siempre por la tradición, siempre en la tradición que ellos, los apóstoles, nos han transmitido y ha llegado hasta nosotros. Y esto ha sido por designio de Dios —nótese dónde está la palabra designio, no donde algunos lo ponen de manera tan inclemente, en la predeterminación de todo lo que va a ser creado—; designio de elección de sus santos a los que él llamó y de todos los demás que en cualquier lugar del mundo invocan el nombre de Jesús, Señor de ellos y nuestro. No somos animales deseantes, sí, pero cada uno con su atrabiliario deseo, sino que estamos unificados en ese que es deseo de Dios por Cristo. Vivimos en la gracia que Dios nos ha dado en Cristo Jesús, porque las cosas son así,. No a cada uno por suelto, aunque es verdad que la gracia es personal, de persona, él, a persona, tú y yo, sino en un acto de unión en la santidad. No para que cada uno siga el camino que le plazca, buscando por sí mismo su santidad, sino para que todos vivamos en la Iglesia, su Cuerpo, un mismo deseo. Y lo vivamos en sus acciones sacramentales. Porque recibimos la carne de Cristo como alimento, así pues, carne sacramental. Los sacramentos no son invenciones personales nuestras, ni de ninguna comunidad eclesial más inteligente que otras, a la cual los demás copiamos buscando nuestro bien, sino que están en el designio de Dios para nosotros en Cristo. Pues es designio santo de Dios Padre que nuestros corazones, en Cristo, estén unidos en un mismo deseo. ¡Qué!, ¿para hacernos impersonales, masa común obediente? Al contrario, para que seamos persona cada uno de nosotros. Personas, pues en Cristo, unidos los corazones en ese mismo deseo, se nos dona libremente nuestro ser en plenitud.

Estemos en vela, porque ese designio de Dios para nosotros llegará, pero no sabemos cuándo. Cuando menos lo pensemos, sin que nos demos cuenta, viene el Hijo del hombre. Pero, ¿cómo?, ¿es que no ha venido todavía? Sí, claro que sí, mas aún tiene que ampararse de nosotros para alcanzarnos nuestro ser en plenitud. Todo se nos ha dado ya, claro, vero lo vivimos todavía en-esperanza. Tenemos que unificar nuestro deseo al deseo de los santos en un único corazón. Todo se nos ha dado ya, sí, pero todavía no hemos alcanzado la plenitud. ¿Acontecerá que, en la largura de esa espera, desalentados del designio de Dios que se nos hace incomprensible, seamos criados canallas que comienzan a pegar a sus compañeros, y a comer y beber con los borrachos?