Dt 4,1-2.6-8; Sal 14; Sant 1,17-18.21b-22.27; Mc 7,1-8.14-15.21-23

¿No comer con manos impuras? ¿Resultará que tanto Jesús como sus seguidores hayamos optado por ser unos guarros y no nos lavamos antes de comer o quizá nunca? Lo suyo no era un limpiarse la suciedad, sino un acto ritual mediante el cual las manos, los pies y el cuerpo entero quedaban purificados para acercarse a las cosas de Dios. Cosa mala no era, es verdad. Signo de respeto cuando uno se acercaba al ámbito sagrado. Lo importante, y es el punto clave de la crítica de Jesús a estos lavatorios rituales y a todo acto de pura externalidad en las cosas que tocan a Dios, es la actitud profunda. ¿Vale con lavatorios externos que nos purifican, haciéndonos así dignos de acercarnos a Dios? Como si fuera el aspecto externo la coraza que nos aísla de Dios por medio de una suciedad meramente ritual. No, para Dios solo son interesantes nuestras internalidades. De ellas es de donde salen nuestras impurezas. Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Comprendidas las cosas de este modo, no es que se supriman los lavatorios rituales por decreto, sino que ya han perdido su significado profundo. Debemos lavar nuestro corazón, pues es de él de donde salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Mire cada uno lo profundo de las interioridades de su corazón, y añada a esa larga lista lo que es suyo particular. Eso es lo importante, y no si hacemos elegante movimiento de manos con el agua del lavatorio.

Es el deseo de nuestro corazón lo que limpia o mancha, no el agua de las vasijas. Estas deben estar en la misma puerta de nuestro corazón en atenta mirada para que nada salga de él que manche nuestro cuerpo y nuestras acciones. Debemos tener un exquisito cuidado en tener una mirada para lo que se cuece en él, pues ese es nuestro propio cocimiento. Es por dentro de nosotros donde debemos limpiar para que no surja de nuestros hondones aquello que, saliendo de nosotros, mancha a Dios y al prójimo, cuando no lo mata. Jesús nos dice: no me vengas con falsedades y pon tu mirada allá donde anida tu maldad, la tuya, la verdadera maldad que, poseyéndote, sale de ti.

Bien está, las cosas deben quedarnos bien claras, y lo están, pero ¿cómo seremos capaces de hacer que nuestro corazón no sea un nido de víboras? Debe ser él quien siembre en nuestro corazón el amor de su nombre. De no ser así, ¿dónde nos habremos de apoyar para no recaer en eso de que limpiando las exterioridades lo tenemos todo alcanzado? Santiago nos ayuda con unas palabras muy claras: todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba. Viene de Dios nuestro Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. En él nos engendró para ser como primicia de sus criaturas. En nosotros se ha plantado la palabra, sola ella es capaz de salvarnos. Y ahora Santiago nos pone delante lo imposible: llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla. Sí, ya, generoso Santiago, pero ¿cómo haremos eso que tú tan gentilmente nos enseñas? Porque una vez más se nos plantea lo decisivo: ¿de dónde sacaremos las fuerzas para hacer eso que vemos de manera tan luminosa, no mancharnos las manos con este mundo?

Solo la gracia del Señor, mediante la fe, nos da esa capacidad divina.