Casi todos los días voy a visitar a los enfermos del hospital. la gran mayoría son gente mayor -muy mayor-, y casi todos sordos. Ya me he acostumbrado a gritar a la gente a la oreja y en la parroquia piensan que el que me estoy quedando sordo soy yo (seguramente sea cierto). Hay sordos y sordos. Hay sordos a los que gritas y al final consigues que te entiendan. Otros a los que gritas y no te oyen de ninguna manera. Y otros que hacen ver que te entienden, pero no se han enterado de nada. Varias veces al día tengo eso que llamamos diálogo de besugos (con todo cariño hacia los besugos). Le preguntas a una señora: “¿Quiere usted tomar la comunión?”. Y te responde: “Bastante bien, aunque el colchón es muy duro.” Así podemos seguir un rato lo que es bastante entretenido. Y hay otros sordos, tal vez los más duros. Son los familiares cuando les planteas que sería conveniente dar la unción de enfermos a su familiar. Empiezan a decir: “No está tan grave” “Todavía está un poco consciente” “Ya le avisaremos cuando esté peor”. Intentas explicarles que la Unción es un sacramento para pedir la salud corporal y espiritual, que para los moribundos rezamos la recomendación del alma, etc. etc. Te escuchan atentamente y te responden: “No está tan grave” “Todavía está un poco consciente” “Ya le avisaremos cuando esté peor”. Siempre se ha dicho que no hay peor sordo que el que no quiere oír ni peor mudo que el que no quiere hablar.

Le presentaron (a Jesús) un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: – «Effetá», esto es: «Ábrete.» Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”. Ayer bauticé a seis criaturillas y a todos les toqué las orejas y la boca y les dije: “Effetá”, esto es “Ábrete”. Desde nuestro bautismo los cristianos nos han dado la capacidad de ser “escuchadores” y “habladores”, pero en ocasiones parece que nos da un ataque de autismo en cuanto empezamos a crecer.

Cerramos nuestros oídos para escuchar a Dios y preferimos escuchar nuestras apetencias, lo que el mundo nos plantea como de moda o fundamental, dejamos de escuchar el clamor de los pobres, los llantos de los tristes, los gemidos de los angustiados y el silencio de los que están solos. Cuando se cierra el oído para escuchar la voz de Dios se suele escuchar uno sólo a sí mismo, y la voz del egoísmo es la voz más triste de la tierra.

Cerramos nuestra boca para proclamar nuestra fe. Cerramos la boca para no defender a nuestra madre la Iglesia de los ataques de los malintencionados o sus enemigos y con nuestro silencio la condenamos. Cerramos nuestra boca a la denuncia de las injusticias, a el anuncio de la verdad, como si la Verdad no se hubiera encarnado nunca. Cerramos nuestra boca a todo lo que no nos afecta, sin darnos cuenta que nuestros silencios hacen un mundo peor, donde vivimos todo. Cerramos la boca y dejamos la palabra de Dios en silencio.

“«Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantar”. Ni es hora de ensordecer y enmudecer. Es hora de estar bien atentos a los signos de los tiempos, a las palabras que el Espíritu Santo pone en nuestra alma y escuchando empezar a hacer. Es hora de hablar, aunque nuestras palabras molesten a los enemigos de la verdad. Es hora de ser fuertes y no tener miedo. Es hora de anunciar a Cristo en la familia, en el trabajo, entre los amigos, en los medios de comunicación, en el partido político, en el sindicato…, no es hora de encerrarnos en nosotros mismos.

«Effetá» Recuerda tu bautismo y habla. Si alguna vez sienes temor o miedo agárrate de la mano de la Virgen, escucha sus palabras de aliento y ¡adelante!.