Ayer dediqué dos horas y media a hablar con chavales de familias desestructuradas que están cumpliendo penas judiciales. Si hay algo que les unía a todos era su falta de alegría. Claro, no están en el mejor momento de su vida estando encerrados, pero también coincidían en una falta de proyectos de futuro. Dos horas y media dando ánimos y abriendo horizontes, animándoles a vivir como hijos de Dios, capaces de lo mejor, cansan y consuelan.

“Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados…” y continúan las bienaventuranzas. Hoy se ha puesto la meta de la alegría en las cosas, en lo externo, en el éxito. Y esa alegría es frugal. Por eso quien muestra alegría sin estar unido a las cosas, al consumo o al gasto suele ser inmediatamente neutralizado.

“Respecto al celibato no tengo órdenes del Señor, sino que doy mí parecer como hombre de fiar que soy, por la misericordia del Señor. Estimo que es un bien, por la necesidad actual: quiero decir que es un bien vivir así.” Contra el celibato sacerdotal tenemos miles de ataques recientes. Nos están gritando desde multitud de medios: “Los célibes no pueden ser felices” “aparentan virtud, pero son pederastas, depravados, salidos y falsos”. La idea de que alguien pueda encontrarse feliz en el celibato repatea al mundo y tiene que intentar emborronarla cuanto antes. Porque cuando uno descubre la verdadera alegría que nace de Dios nada ni nadie se la puede quitar. Y al mundo le hace falta una sociedad de insatisfechos, de personas débiles a los que se les pueda manejar y controlar sus sentimientos y emociones. Por eso el célibe, el casto, el piadoso, el honrado, el generoso no puede ser un modelo social. Molesta y hay que denigrarlo con todas las armas posibles. Creo que el otro día comentaban en un blog (que yo no leo, no me interesa las opiniones de los que no van a pisar nunca la parroquia): “Y esos pisitos de soltero que se han hecho los curas en la nueva parroquia…” Pues no querrá que nos hagamos pisos de casados, con cinco habitaciones y piscina. Hemos hecho casas pequeñas, y que dejaré al próximo párroco y al siguiente, y al siguiente que quiera servir a la parroquia que se le ha encomendado. Y a mis sobrinos no les dejaré nada en herencia pues seguramente muera sin nada. Pero siempre habrá quien le guste sembrar la semilla de la duda sobre los curas o cualquier persona que entregue su vida por Dios.

Pero eso no puede echarnos atrás. nadie puede robarnos la alegría, por mucho que lo intenten. Además el mundo necesita de nuestra alegría, ya hay demasiados “ayes” y lamentos. Por eso que cada uno, célibe o casado, sacerdote o seglar, pongamos nuestra alegría en la roca firme que es Cristo.

Siempre me hubiera gustado llamar a mi parroquia “Madre de la Alegría”, no ha podido ser, pero la Virgen nos mantendrá alegres ahora y siempre, por muchas contradicciones que haya.