Hoy es san Francisco de Borja. Aunque leemos las lecturas propias del tiempo ordinario vemos que el evangelio se explica bien con una anécdota que se le atribuye. Como señala san Agustín, la vida de los santos es el mejor comentario al Evangelio. Se dice de este santo, que primero fue notario de Reino de España, que era gran admirador de la belleza de la reina, la princesa Isabel de Portugal (esposa de Carlos V). Pero esta se murió. A Francisco, en razón de su cargo, le tocó acompañar el féretro desde las tierras de Castilla hasta Granada, donde se encuentra el panteón de los reyes para darle sepultura. Imaginamos el caminar por aquellos caminos llenos de polvo y bajo el yugo del sol. Varios días de marcha. Finalmente, al llegar al destino, el notario debe verificar que el cadáver sigue allí y que es el de la difunta. Se destapa la caja y, toda la belleza se veía ya corrompida por los rigores de la muerte. Se cuenta que entonces dijo: “No volveré a servir a Señor que se me pueda morir”. Francisco ingresó después en la Compañía de Jesús donde fue ordenado sacerdote y alcanzó a ser el tercer Superior General de la misma.

En el Evangelio vemos a diferentes personajes que se sienten atraídos por la persona de Cristo o que son llamados por Él. Quieren seguirlo, pero se manifiesta en sus vidas una inquietud. ¿Vale la pena dejarlo todo por el Señor? ¿Es cierto todo lo que promete? ¿Debo arriesgarme?

Jesús no esconde la exigencia de la llamada. Algunas de sus expresiones pueden parecernos duras pero, sin embargo, son justas. Toda la exigencia corresponde a la persona que la reclama: el Verbo de Dios que ha venido a salvarnos y que nos llama a colaborar con Él. Jesucristo reclama una obediencia que conlleva supeditar todas las cosas a su persona. Por una parte pide que se abandone a la familia (no en el sentido de que se la desprecie sino de que no se la anteponga), y por otra anuncia que, a su lado, uno no puede aspirar a alcanzar honores ni riqueza en este mundo. No se trata de una de esas expediciones que promovidas en épocas diversas por grandes aventureros prometían grandes riquezas para captar voluntarios. Todo lo que Cristo promete a quien se quiera unir a Él es su compañía. Y lo que supone permanecer junto a Cristo.

De alguna manera en la vida de cada cristiano ha de reproducir la del Señor. Hay una parte en la que no se nos ahorran las dificultades, si bien estas siempre pueden superarse con su ayuda. Pero tampoco podemos olvidar que el camino de Cristo, aunque pasa por la humillación y la pasión y la cruz, culmina después en la resurrección y la entrada con su humanidad en el cielo. Nosotros le damos nuestra libertad, pero es Él quien hace que seamos capaces de acompañarlo hasta la casa del Padre.

Quizás en nuestra época se hayan perdido aquellos grandes ideales que movieron a tantas personas a dejarlo todo por Cristo. Nos hemos vuelto más calculadores y, si por una parte nos gustaría seguir al Señor, por otra no dejamos de calibrar que beneficios obtendremos a cambio. El evangelio de hoy vuelve a colocarnos, a cada uno, delante de Cristo. Ante Él podemos ver cuál es nuestra posición; cómo le vemos y si realmente reconocemos que nuestra vida sólo cobra pleno sentido a su servicio.

Acudamos a la oración y a la intercesión maternal de María para que sepamos ver.