Cuando decimos que faltan sacerdotes nos referimos a dos cosas. Por una parte al hecho de que en muchas parroquias, hospitales, colegios, cárceles,… ha disminuido la presencia sacerdotal. En otras épocas, por decirlo así, había más efectivos disponibles y todos esos lugares estaban bien cubiertos, al menos en España. Porque en otros lugares del mundo la escasez de vocaciones se arrastra desde hace tiempo, no tanto por una secularización sino porque la Iglesia se encuentra aún en fase de asentamiento. Así, en un sentido, decimos que faltan sacerdotes, porque no se cubren odas la necesidades que ahora conocemos.

Pero, cuando decimos que faltan sacerdotes nos referimos a algo más profundo y conexo con la realidad de la Iglesia. Para ello hay que considerar qué sea el sacerdocio y su importancia. El sacerdote está configurado de una manera singular con Jesucristo. La naturaleza de esa configuración hace que pueda actuar en su nombre. De una manera especial lo hace cuando celebra los sacramentos, y sobre todo en la celebración de la santa Misa. También gracias al sacerdocio podemos recibir el perdón de los pecados en la absolución sacramental, los demás sacramentos y una predicación autorizada de la Palabra de Dios. Esta consideración primera, que es anterior a cualquier reducción funcional del ministerio, es la que nos lleva a preocuparnos de la primera carencia. Es bueno que haya sacerdotes en todos los lugares, y con abundancia, por lo que son, y por lo que nos comunican de Cristo. Son necesarios porque, a través suyo, Dios quiere dispensarnos su gracia. Y hacen falta muchos porque, como señala el evangelio de hoy “la mies es mucha”.

Ciertamente las palabras de Cristo no tienen porqué reducirse al ministerio ordenado. De hecho hoy la liturgia recuerda a san Francisco de Asís. Este santo apareció en una época difícil de la Iglesia y recibió la llamada a “reconstruir la Iglesia”. Sin embargo él nunca quiso ser ordenado sacerdote por considerarse indigno, aunque sí que fue diácono. Pero predicó y suscitó un gran movimiento de renovación y santidad. Y amaba profundamente al sacerdocio, que sabía esencialmente unido al misterio de la Iglesia. La llamada al apostolado concierne a todos los cristianos, cada cuál según su ocupación y posibilidades. Pero no es algo que podamos soslayar en nuestra vida espiritual. Amar a Cristo significa desear que su amor se expanda por todo el mundo y alcance a todos los hombres.

Siendo todo esto verdad, no podemos dejar de lado la oración para que Dios siga suscitando vocaciones al sacerdocio; para que quienes se saben llamados encuentren quien les proporcione una formación adecuada; para que los sacerdotes vivan con alegría y entrega su vocación; para que con su ayuda en toda la comunidad cristiana se encienda un movimiento de apostolado que, compartiendo los sentimientos del corazón de Cristo, lleve su evangelio a todos los hombres.

En la segunda parte del Evangelio se nos recuerda como quien participa de la misión del Señor debe hacerlo con los medios que Él le proporciona. Todo responde a una iniciativa divina y ha de realizarse con los medios de la gracia. Seamos perseverantes a la oración y permanezcamos fieles a los dones que Él nos da. Que la Virgen María nos ayude en este camino.