Sab 7,7-11; Sal 89; Heb 4,12-13; Mc 10,17-30

Quién le mandaría a ese muchacho acercarse corriendo a Jesús, arrodillarse ante él y preguntarle, llamándole maestro bueno. Fue un imprudente. En la primera lectura hemos pedido que se nos conceda la prudencia. Y el joven fue imprudente, pues no pensó en la radicalidad del seguimiento de Jesús. Creyó, quizá, que el Seños le miraría con cariño, como lo hizo, pero que no pasaría de ahí. Mas Jesús siempre va más allá. Siempre nos presenta caminos insospechados, que son los de su seguimiento. Estaba contento de sí mismo: maestro, todo eso que me dices lo he cumplido desde pequeño. ¡Qué bien!, a Jesús solo le quedaría mirarle agradecido. Pero el Señor siempre busca lo definitivo. Vende todo lo que tienes, dáselo o las pobres, y luego sígueme. No cabe duda, Jesús es un supino aguafiestas. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso porque era muy rico y no quería desprenderse de su opulencia. Pero ¿quién le obligó a acercársele? Si se llega a quedar en la lejanía, mirándolo con atención cuidadosa, no hubiera tenido que alejarse de él para siempre, pues no hubiera conocido la llamada a esa terrible radicalidad. Pero la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble dilo. Hubiera podido escapar a su mirada, quizá, de haberse quedado en un lugar remoto, viendo pasar a Jesús, sin más alharacas. Quiso que Jesús le conformara en su buen caminar en el cumplimiento total; el joven había cumplido, y con creces, todo lo que tenía exigido. ¿Todo? Jesús nos hace ver que le faltaba la exigencia principal, que solo es gracia. No escapamos a su mirada, y él nos hace ver el camino del seguimiento. ¿Cómo? Si es imposible. Los discípulos lo entienden, pues Jesús, explicándoles, lleva las cosas hasta la radicalidad suprema, casi hasta el paroxismo. ¿Eres rico? Qué difícil será que entres en el reino de Dios. E insiste una segunda vez, no sea que busques no escucharle o pongas alguna excusa sobre la dicción de sus palabras, como si no hubieras llegado a comprenderlo bien. Y Jesús, que no suele ser insistente, porque su palabra es limpia y segura, todavía añade lo del camello. Nosotros, corriendo, intentaremos decirnos que si esa aguja era así de grande, que si un camellito infante podía pasar con estrechuras.

Nosotros lo entendemos muy bien. Entonces, ¿quién puede salvarse? No se trata, simplemente, de quedarnos allá lejos con nuestras dignas riquezas, no cometiendo el error del muchacho que hubiera debido permanecer en la vistosa ausencia de Jesús. Porque el seguimiento en esas condiciones es momento de salvación. ¿Medias tintas?, ¿permanecer en la lejanía, viéndolas venir? ¿Seguirle?, ¿cómo, pues, si no podremos? Para Dios, que lo puede todo, no es imposible. Él será quien nos lleve de su mano en el camino de nuestro seguimiento, haciendo posible lo. Imposible. Lo dejaremos todo y él nos lo dará todo. Solo poniéndonos en sus manos de esta manera asombrosamente total, podremos seguir a Jesús.

El Señor Dos nos conoce por dentro y por fuera. Juzga los deseos e intenciones de nuestro corazón. Y nos llama para que le sigamos en su camino. ¿Dejaremos casa, padre y madre, hijos y tierras? ¿No ocurre también lo mismo cuando en el matrimonio las dos carnes se hacen una sola, dejando ambos todo, todo lo que no es sino seguimiento común en el amor mutuo, para vivir por siempre una vida nueva en plenitud consagrada?