Gál 5,1-6; Sal 118;Lc 11,37-41

Le pedimos al Señor que nos alcance su favor y su salvación, según la promesa que ha pronunciado para nosotros. Cumpliré su voluntad, andaré por un camino ancho, que es el suyo —mas ¿no dice Jesús que el camino es harto estrecho?—, sus mandatos, que tanto amo, serán mi delicia, y levantaré mis manos hacia él. La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones de mi corazón. Y, aunque parezca cosa bien extraña, lo viviré en libertad, pues todo ello saldrá de mí mismo, de mis más profundas interioridades, de los abismos de mi corazón. No me quedaré limpiando las externalidades, refregando por fuera copa y plato de eso que es mi vida. ¿De qué podría servirme? Lo que mancha es lo que sale de dentro. De ahí, del hondón de mi corazón es de donde salen los robos y maldades que rebosan en mi interior, rezumando hacia fuera y ensombreciendo todo lo que hago, una vez que ha manchado todo lo que soy. ¿Cómo, pues, podré decir que vivo en libertad? Viviendo de ella, ¿no sería todo un conjunto de negras obscuridades que se dedican a mancillarse unas a otras?

No cuando me encuentro con que mi corazón es atraído por el suyo, cuando veo en él la imagen y semejanza con la que yo mismo fui creado, de modo que, mirándolo a él, rehago mi ser en plenitud. Bien está esto que dices, pero ¿cómo será posible?, ¿de dónde sacaré esa fuerza para sondear la semejanza? Buscaré ser justificado, es decir, que mi corazón se asemeje al suyo. Ahí será la acción en la que se me dará la fuerza misma de Dios para ir encontrando la semejanza en el Hijo. Bien con lo que dices, pero ¿estará esa acción en el poder de mis manos, en mi propia voluntad?, ¿seré yo quien, estirando de mí, llegaré a ser semejante al Hijo? No, pues estirando de mí lo más que alcanzo es a romperme de tanto esfuerzo, sin crecer nada en ese camino de la semejanza, por lo que seguiré enyugado con el corazón de rotundas obscuridades que es el mío. ¿Cómo acontecerá esto, que abre las puertas de la acción del Espíritu en mí? Será el mismo Señor quien, desde lo alto de la cruz, estire de mí en una suave suasión justificatoria. ¿Qué será lo que yo ponga? Mi fe. Nada más que mi fe. En ella será donde encuentre donada la justificación de parte de Dios. No soy yo quien se justifica; es él quien me justifica. No soy yo quien acciona en mí; es él quien me libra con su acción de misericordia. Siendo así, viviré en libertad, pues será Cristo quien, por la gracia de Dios, me haya liberado. Mi fe es la puerta que me abre a esa acción del Espíritu. Si busco la justificación por mis esfuerzos, por el cumplimiento de todo lo que presupongo mandado, nada se alcanzará, pues seguiré creyendo que así se me ha de abrir la puerta de mi salvación. Razón tienen quienes dicen que esto es solo y para siempre camino de perdición. ¿Por qué? No mira a la cruz. Mirada esencial; la mirada de mi fe. Mirada confiadora en la promesa recibida. Mirada compasiva a quien está en la cruz, muerto por mí, es verdad, pero, también, muerto para mí. Por mis pecados y para mi salvación. De este modo, y solo así, estaremos en el ámbito de la gracia.