Gál 5,18-25; Sal 1; Lc 11,42-46

 

¿Quién, yo? Tú lo has dicho. Podría ocurrir que nosotros, tú y yo, fuéramos pecadores entenebrecidos, como lo fue la mujer que rompió en los pies del Señor un frasco de caro perfume, para, luego, enjugárselos con su cabellera. ¿Se refieren a ella los ayes de Jesús? No, nunca. Como los jefes y la gente guapa vieron muy bien, le encanta la compañía de pecadores. No he venido a sanar justos, sino pecadores. Si ya son sanos, tienen razón, no necesitarán ayuda ninguna, ¿no van ya por el camino recto? El joven rico que se le acerca corriendo, llamándole Maestro, para ponerse de rodillas ante él, ¿no iba también por el camino recto? Parecería que Jesús se empeña en que seamos todos pecadores para acercarse a nosotros; que nada quiere saber con los justos. ¿Será porque se creen justos sin serlo de verdad? ¿Vivirán, mejor dicho, viviremos, pues, en un mundo de virtualidades engañosas, pero nunca en el ámbito de Dios?

¿Qué pasa?, ¿seremos pecadores sin saberlo? Pero, al menos tú, no me cabe duda, eres un buen tipo al que tenemos por un justo. ¿De qué nos quejaremos? ¿Tendremos que inventarnos maldades que, quizá, no hemos cometido, para que el Señor se fije en nosotros, teniéndonos por malvados? ¿Estará ahí el punto clave de la salvación? Es verdad que cuando el Espíritu habita en nosotros, ha hecho de nosotros su morada, grita en nuestros corazones: Abba (Padre). Es verdad que entonces las obras del Espíritu soportan mi vida y la dirigen. Acá no hay juego; es posible porque estamos justificados. Mas lo estaremos cuando haya dos puntos que queden bien claros. Que no vivamos ya en las obras de la carne… y la lista que Pablo nos planta delante es bien larga y pormenorizada, y debemos obrar de este modo siempre, durante toda la largura de nuestra vida de seguidores de Jesús, habitados por su Espíritu. Y esto será posible solo porque somos y seguimos siendo de Cristo Jesús crucificado, habiendo colgado en su carne trémula nuestras pasiones y deseos desordenados, a los que somos tan proclives, los cuales nos arrastran con tanta facilidad como mueve el viento la hojarasca muerta. La segunda se refiere a que es el Misterio de Cristo, su vida, su muerte, su resurrección, su ascensión al Padre y el descenso a nosotros del Espíritu, el lugar donde, por la fe, se nos regala la gracia de la justificación, y en ningún otro.

Así, seremos dichosos cuando no sigamos el consejo de los impíos ni entremos por la senda de los pecadores. Cuando nos gocemos en él, siguiendo su camino y rumiando día y noche lo que en él se nos ofrece: la gracia, vivir en el ámbito de la gracia. Entonces seremos árbol plantado junto a la acequia. Entonces mereceremos la protección constante del Señor. ¿Qué tendremos que hacer para merecerla? ¿Cuáles serán esas obras que se nos exijan? Ninguna. Parece cosa de poco seso. Pensaríamos que cuanto más pongamos de nuestra parte, mejor. Y veis, ninguna. Ahí está el punto clave: nosotros, tú y yo, solo ponemos la fe. La mirada en la cruz de Cristo. Mirada de fidelidad. Esta mirada de la fe nos alcanza la salvación. Si no es de este modo, ¡ay de vosotros…, ay mí…, ay de ti! Ese merecer no es parte de mi trabajo, sino la salvaciónn que desciende de la mirada a ti, a mi, a nosotros, de Jesús colgando en la cruz.