El otro día una alumna de ESO me dijo: “quiero ser como tú”, y en seguida me aclaró por qué: “porque tú mandas”. En seguida me di cuenta de que yo estaba haciendo algo mal, porque para educar, es necesario que los niños se den cuenta de que sus profesores, sus padres, sus sacerdotes, también obedecen. En la mente entre infantil y adolescente de aquella muchacha, estaba la idea de que quienes mandan pueden hacer lo que quieren mientras que a ella siempre le indicaban lo que tocaba en ese momento. La chispa que desató su comentario fue que no le permitían cambiar de actividad.

En el texto que hoy leemos de san Pablo leemos cómo recuerda que los filipenses siempre han obedecido. Le han hecho caso a él, el apóstol, y no sólo cuando se encontraba presente sino también en su ausencia. Si obedecían a Pablo no era porque le temieran (¿qué les podía hacer un hombre que, además, estaba encarcelado?). Obedecían, como recuerda la carta, porque de esa manera se obraba la salvación de Dios. De hecho habían aprendido de san Pablo a sujetarse a la voluntad de Dios, como hacía el apóstol con toda su vida. Y la voluntad de Dios es nuestra salvación. Resistirse al querer de Dios significa apartarse de su amor y dejar nuestra vida fuera de su gracia. De ahí que el apóstol recuerde también que es Dios quien “quien activa en vosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor”. De alguna manera es como si estuviera diciendo que obedecer es lo mismo que dejarse amar por Dios.

Esa obediencia tiene muchos aspectos. Uno es el que se nos dice inmediatamente, que hay que obrar sin protestas ni discusiones. Todos sabemos que hay muchas maneras de obedecer, de reconocer la dependencia. Una, no poco frecuente, va acompañada de las malas caras, de la protesta, del obrar a regañadientes. Otra, la contraria, es responder con prontitud y alegría a lo que se nos pide. La voluntad de Dios puede ser exigente, pero no es contraria a nuestro bien. De hecho se nos hace más pesada cuando le ofrecemos resistencia y nos ponemos de frente a ella, en lugar de dejarnos empujar por la suave mano de Dios. Quien nos manda, para nuestro bien, es el mismo que nos da la gracia para que podamos cumplir lo que se nos pide.

San Pablo añade un comentario a las consecuencias de la obediencia alegre. Dice que de esa manera mostramos al mundo “una razón para vivir”. Estas palabras dan mucho que pensar. Encontramos en la historia muchos episodios en los que los hombres han luchado por su libertad. De hecho este es uno de los mayores dones que Dios nos ha dado. También hoy, no son pocos quienes buscan estabilidad económica para independizarse o se esfuerzan por encontrar unas condiciones en las que poder vivir con mayor autonomía. Todo eso es bueno. Pero san Pablo no habla de una obediencia que nos impida ser libres sino, al contrario, de una libertad que sabe quién es su origen y para qué sirve. Nuestra libertad viene de Dios y sólo reconociéndonos dependientes de Él somos capaces de mantenerla verdaderamente. Igualmente, nuestra libertad se ordena a Dios, bien infinito, en quien vamos a encontrar la plena satisfacción de nuestros deseos.

San Pablo nos exhorta con su misma vida, dispuesto a derramar su sangre, para permanecer fiel al amor de Cristo, de quien lo ha recibido todo, y con quien quiere estar para siempre.