Dn 12,1-3; Sal 15; Hb 10,11-14.18; Mc 13,24-32

Con el final del año litúrgico celebramos la llegada a los tiempos últimos, cuando se levante Miguel, el arcángel que se ocupa de su pueblo. Serán días difíciles, como nunca los hubo antes. Pero será tiempo de salvación para todos los inscritos en el libro, Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán, para vida eterna los unos y para ignominia perpetua los otros. ¡Extrañas palabras del profeta Daniel! ¿Se aplicarán a nosotros, o son, simplemente, una manera asustadiza de hablar, y que nos comportemos según las conveniencias? Porque, ¿habrá tiempos finales?, ¿me llegará el final de la vida, de mi propia vida? Después de tanto porfiar, como si se hubiera tratado no más que de un vulgar cacareo en un corto vuelo gallinaceo, ¿seremos entregados a la muerte, y ya está, todo terminado? Por un tiempo otros seguirán en esa vida que fue la mía, ocupando mi lugar mientras les llega su final, en espera de que otros nuevos les substituyan mientras el género humano subsista. ¿Eso es lo que nos espera, venir de la nada para caer en la Nada? Pero no, no es así, porque el Señor no me entregará a la muerte. Mi suerte está en sus mano, y su mano es tierna conmigo; nunca nos ha de abandonar. Por eso, se alegra mi corazón y mi carne descansa serena. Nos saciarás por siempre con el gozo de tu presencia. El Señor nos creó a su imagen y semejanza, aunque tan frágil y debilitada, para que, en la cruz de Cristo, se nos mostrase el designio de completud de eso que somos en plenitud y, por la fe en él, se nos concediera la gracia de serlo.

Los pecados nos han sido borrados y, de este modo, hemos recuperado la imagen y semejanza primigenias, ¿será para que, al final, todo se desbarate al ser entregados, sin más, a la muerte? En la cruz, Cristo, sumo sacerdote y víctima, ofreció por nosotros un solo sacrificio. Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que vamos —¿o vais?, ¿estaré yo entre vosotros?— siendo consagrados. Mirándole a él, sabemos quiénes somos. Yendo con él, nos sentaremos para siempre  —¿también yo?— en ese ámbito de eternidades en el que Dios desde su trono nos acoge, por Cristo, con Cristo y en Cristo.

Mateo nos pone palabras de Jesús que vienen derechas del profeta. Habrá días finales. Llegarán mis días finales. Angustia. Sol y luna en negra tiniebla. Estrellas que caen sobre nosotros. Astros tambaleantes. Debemos mirar los momentos finales. Todo no va a ser en nuestra vida un jijijijajajá, aunque seamos gente guapa y epulona, muy capitidisminuidos ahora con la tremebunda crisis en la que vivimos, crisis económica y financiera, pero, sobre todo, crisis ética y de entendimiento. Veremos venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder. Llegará el final. Nos llegará la muerte. Llegará mi muerte. ¿Caeré en la Nada? Si así fuera, ¿para qué fui creado?, ¿para quedar, finalmente, en la pura postración de quien desaparece sin dejar rastro ni huella? ¿Viviré en el estoicismo de quien dice: no me importa, mientras pueda aprovecharé el tiempo con atención y luego…? Puede que sea la mejor postura ante la muerte que me va llegando. Pero ¿no hay esperanza? Quise vivir en-esperanza, lo conseguí mal, es verdad, muy mal, pero siempre anhelando seguir al Señor. Seguirle en un camino de vida, no en un camino de muerte para el que no le hubiera necesitado.