Ap 14,1-3.4b-5; Sal 23: Lc 21,1-4

El Cordero ofrecido al degüello, con su sangre recogida en el cáliz, está en pie, porque es el Viviente. Lo rodean multitud innumerable de salvados que en la frente tenían grabado el nombre del Resucitado. Sonidos estruendosos. Estampidos formidables. Tañer de arpas. Sonidos que, en la visión, nos entran por el oído. Con los cuatro vivientes y los ancianos, cantan un cántico nuevo. Solo los adquiridos en la tierra podían cantarlo: los que siguen al Cordero en su caminar. Las primicias de la humanidad para Dios y para el Cordero.

Visión relampagueante de quienes vienen cantando a la presencia del Señor. El Cordero está en pie sobre el monte Sión, y nosotros ascendemos hacia él. ¿Cómo podremos conseguirlo? Con manos inocentes y puro corazón. Si no nos entregamos a los ídolos de la gente guapa, que nos llevan a sus cantares con pífanos y tamboriles. Visión que se nos convierte en realidad. Nosotros también ascendemos al monte Sión, el cielo en donde se celebra la liturgia celestial del Cordero degollado donde recogemos en el cáliz su sangre. Él es nuestra verdadera comida; nuestra verdadera bebida. De él nos nutrimos. Acá, en nuestra liturgia, tan pequeña, tan débil, celebramos la visión del allá. Nuestro vaso de agua donado a quien tiene necesidad, se convierte en fuente de agua pura que sale de su costado. Lo que a él le hacíais, a mí me lo hacías. Pero ¿cuándo te vimos, Señor? La visión, de este modo, se nos hace realidad de salvación. Lo que aquí hacemos, en la debilidad que nos es tan connatural, vasijas de barro cascadas, y remendadas por el designio mismo de Dios, allá se nos ofrece como la plenitud de nuestro ser a imagen y semejanza. La visión del allá nos arrecoge para que ya desde ahora, en nuestro acá, cantemos el cántico nuevo, de modo que lo celebrado en la humildad de su inmensa pequeñez, se transforme en obra del Cordero. El Señor ha vito la humildad de su esclava, y ella está ahora junto al Cordero, en el centro mismo de la visión celebrativa. El Señor ha visto también nuestra humildad hacedora y, acá, celebramos ya la visión del allá. Este es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia en Sión.

La pobre viuda, echando en el arca de las ofrendas sus dos reales, ha dado más que nadie, pues ella ha donado no de lo que le sobraba, sino todo lo que tenía para vivir. Siempre, siempre, siempre es así en el camino del Señor. Pequeñas acciones, una verdadera risión de nadería para la gente guapa, es obra del Espíritu; participación en la liturgia del Cordero.

Podemos tan poco. Apenas si unas miajas de fe. Pero eso es para nosotros participación en la torrentera de la gracia que nos ha adquirido la cruz de Cristo. Nuestra extrema humildad en sus pequeños gestos, en sus obras apenas si visibles, se convierten en obras de salvación que nos hacen participar en la visión de la liturgia celeste. Participamos con lo poco, pues poco tenemos y tan poco somos, solo el hilillo de nuestra fe en mitad de nuestras inmensas debilidades, y se nos dona lo mucho. Participación en la que se hace cosa nuestra, todavía en la visión, la liturgia divina. En la visión, nuestra pequeña carne vive la temporalidad del siempre, siempre, siempre de Dios en donde está la carne resucitada del Hijo y, como primicia para nosotros, la de María, su Madre.