Ap 16,14-19; Sal 95; Lc 21,5-11

¿Suceder?, pero ¿suceder qué? La visión de Juan que hoy leemos en el libro del Apocalipsis nos deja estupefactos. Hoz afilada. Sangre. Vendimia los racimos, porque las uvas están en sazón. Y echó las uvas en el gran lagar del furor de Dios. ¿Esto es lo que sucederá?, ¿sangre que sube hasta el bocado de los caballos?, ¿venganza?, ¿furor despiadado? No estamos acostumbrados a este con aspecto de hombre sentado encima de la nube blanca. ¿Seremos al final vengativos y no seres de amorosidad? ¿Buscará Dios mismo la venganza contra todos los que llevaron a su Hijo a la cruz?, ¿se refocilará el Hijo en esta aparatosa victoria sangrienta por demás, pero no con su sangre sino con la de sus enemigos? Sí, es verdad, como nos lo dice el salmo, el Señor llega a regir la tierra con justicia y con fidelidad. Pero esa justicia y esa fidelidad, ¿lo serán de sangre vengativa y no de la sangre del Cordero degollado?

Habrá signos, habrá guerras, pero el final no vendrá enseguida.

No puede ser que ahora, al final, todo se trafulque, y lo que era una mano de ternura y de misericordia se nos convierta en mano que exige cuentas, y de qué manera, mano vengativa que se moja en la sangre de los enemigos. En las lecturas de hoy parece que quedamos encerrados en lo que no es, no puede ser. ¿Será nuestro Padre un Dios del desagravio resarcidor que nos castiga de forma despiadada por la cruz en la que derramamos la sangre de su Hijo? ¿Sangre contra sangre?

Esta visión nos hace ver la densidad y espesor de la acción de Dios. Porque podríamos habernos hecho la idea de que estas cosas de la entrega por el Padre y la cruz del Hijo son pequeñeces sonrosadas, a las que nosotros nos hemos acostumbrado de puro estar tan seguritos de que somos perdonados y que el por y para de la cruz de Jesús, por nuestros pecados y para nuestra salvación, es algo tan bonitín para nosotros, una levedad poco menos que sentimental. No, debemos comprender la anchura y longitud y profundidad de la acción de Dios. Debemos comprender cómo la cruz del Hijo hiere al Padre en las entrañas más profundas de su ser. Y debemos comprender también el sufrimiento inextinguible en su hondura del Hijo, convertido en puro pendejo colgante del madero. Debemos, por último, beber de esa sangre, vivir hasta lo más profundo de nosotros su gusto acre, gritar a grandes voces por el sufrimiento del Hijo. Debemos comprender la profundidad de esa sangre derramada. No purpurina sobre figurita de escayola, sino sangre que vacía la carne de Jesús. La encarnación, en todo igual a nosotros, excepto en el pecado, pasa por ese audaz sufrimiento salvador. Y eso debe ser comprendido por mí, por ti, por nosotros. Quizá por eso las palabras de hoy en las lecturas. No puedo olvidar los furores de la carne vaciada de su sangre. La realidad del sufrimiento. La victoria final. Pero no una victoria de pacotilla, mera virtualidad, sino obra costosa, con coste de sangre derramada. Sangre contra sangre. Y victoria de la sangre de Cristo. Los textos de hoy nos piden que no olvidemos esa batalla campal en la que apenas si por una pizca vence la sangre de Cristo al pecado y a la muerte. La ternura y la misericordia se pagaron caras, se pagan caras por parte de Dios. No podemos olvidar la profundidad sangrante de su victoria.