Ap 15,1-4; Sal 97; Lc 21,12-19

La señal de la victoria que pone fin al furor de Dios. Llega, llega el Señor para regir la tierra. El Señor da a conocer su victoria. Apocalipsis y salmos coinciden en la victoria de nuestro Dios. Victoria dolorosa, sangrienta. Mas ahora ya nos aparece el signo magnífico y sorprendente. No gana el enemigo que parecía sostenerlo todo. La victoria es de nuestro Dios. Sangre contra sangre. Furor contra furor. En la orilla del mar de vidrio veteado de fuego están los que han vencido a la fiera —¿los que la hemos vencido?—, con las  arpas en las manos, las que Dios nos ha dado, y cantamos un cántico nuevo, el cántico del Cordero degollado. Porque, ahora ya, todo es nuevo. Felix culpa, feliz la culpa que nos ha llevado a la victoria. Nos echarán, nos perseguirán, nos harán comparecer ante los poderes de la gente guapa, mas de este modo tendremos ocasión de dar testimonio. ¿Testimonio de quién? De Jesús, al que en la visión contemplamos como el Cordero que está ofrecido en el altar del cielo, derramando su sangre en el cáliz de salvación. Nos traicionarán padres y hermanos, quizá, nos odiarán por causa suya, pero, finalmente, no nos vencerán. Porque la victoria es de nuestro Dios. El Señor da a conocer su victoria a todas las gentes, revela a las naciones su justicia, se acordó de su misericordia y de su fidelidad a favor nuestro.

El quicio mismo de la visión es el altar del Cordero. Ahí es donde se nos da la fuente de nuestra salvación. De ahí nos viene la justicia de Dios que nos salva. Sin él esa justicia hubiera sido de vengativa venganza. Pero en él, es decir, en la cruz de Jesús, la justicia se hace misericordia. Dios no abandona campantemente su justicia, como si se olvidara del pecado y de la muerte, de la muerte tan injusta del Hijo, ¿cómo podría hacerlo?, sino que la sangre del Hijo la recoge en el vaso inextinguible de su misericordia y de su ternura, y en un acto de pura justicia levanta a la Vida la carne muerta del Hijo, y con ello, en un mismo acto de ternura, nos levanta a nosotros del pecado y de la muerte.

¡Uf!, ¿será todo esto una visión virtual?, ¿se quedará en un deseo que no alcanza realidad?, ¿será un trasladar al cielo la satisfacción de nuestros deseos de salvación, poniéndola en manos de lo inexistente? Sería un caminar desde nosotros hasta aquel allá de pura imaginación majestuosa. Gigantesca pompa de jabón de enorme belleza virtual que un día explotará en nuestros ojos dejándonos en la nada, ¿en la Nada? Es un caminar de realidades, mejor, de realidad, desde allá hasta nuestro acá. No una justicia que nosotros nos imputamos a nosotros mismos con mucha generosidad y contentamiento. Es la justicia de Dios que, por Cristo, con Cristo y en Cristo, viene a nosotros para salvarnos, redimiéndonos de lo que tan insensatamente adquirimos en el querer ser como dioses, cuando, siguiendo la atracción de la serpiente reptadora que se nos hacía irresistible, pues conoce al dedillo cómo hacerse con nosotros, resquebrajamos nuestra imagen y semejanza. Quedamos maltrechos, sofocados, medio en ruinas, sujetos a la atracción violenta del poder de la gente guapa. Pero el designio de Dios para con nosotros no había concluido, antes al contrario, en la encarnación del Hijo, en su vida, en su muerte y en su resurrección, se nos dona la redención.