Rom 10,9-18; Sal 18; Mt 4,18-23

Pasma la cortedad de la llamada de Jesús. En un voleo ya ha llamado y es seguido por el llamado. ¡Ay!, menos en aquel joven que corrió por su propia iniciativa, se puso de rodillas ante Jesús y le pidió consejo, pero con el ceño fruncido se alejó, porque era muy rico. Ahora no. Vemos el asombro de la llamada, sin que, aparentemente, hubiera nada que lo anunciara. Venid y seguidme. Y fueron y le siguieron. Nada más. Nada menos. ¿Qué?, ¿nosotros, tú y yo, no hemos sido llamados de idéntica manera? En un santiamén, sin que casi hubiéramos tenido tiempo para darnos cuenta de lo que el Señor nos pedía. Inmediatamente dejaron lo que se traían entre manos y a su padre y lo siguieron. Creemos en él y no quedaremos defraudados. Le seguiremos, y será para siempre. En un cúmulo de fragilidades, incluso de idas y vueltas, de pecados, sin duda, pero le seguiremos para siempre, con lo que, contando con su ayuda, nos introducirá en el siempre, siempre, siempre de Dios.

San Pablo, con esa facilidad tan inteligente que tiene de poner letanías de palabras y, ahora, de marcar las etapas de un ser, para indicarnos de qué manera el Señor es generoso con todos los que le invocan, nos manifiesta una cadena de acontecimientos. Para invocarlo, deberemos creer, para creer habremos debido oír hablar de él; mas el oír no se dará sin alguien que proclame; ¿y cómo proclamar si no somos enviados? Podremos ser enviados si, al ser llamados, le seguimos. Una cadena formidable de actuaciones de la gracia en nosotros, que marca nuestra llamada para proclamar un mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo.

Le seguimos, dejando todo lo que tenemos, porque nos llama, elegidos desde el siempre de Dios. Su pregón alcanza la tierra, su leguaje llega hasta los confines del orbe. Pero ese pregón es proclamado con nuestro hablar, con nuestro vivir, con nuestro ser, con el vaso de agua que damos. Porque lo proclamamos, puede ser oído.

La fe nace del mensaje, pues el hablar de Cristo nos salva. ¿Has oído la llamada?, ¿la oí yo? Sí, porque el Señor nos habla en su Iglesia. En ella oímos su voz. En ella nuestra voz se hace suya. En ella contemplamos la obra de la salvación. Sígueme, y toda una torrentera de acontecimientos se desparrama en nuestra vida. Acontecimientos de salvación. Creer. Oír. Proclamar. Ser enviados. Diremos, dirás, diré, yo no, el otro sí, a quien le corresponda. La cadena de la fe nace en la llamada. No vale decir, ¿y qué hago con mis hijos?, ¿qué hago con mis padres?, ¿tendré que abandonarlos dejándoles a la intemperie? Ellos serán el lugar en donde tu seguimiento tras la llamada se haga realidad; en donde la cadena de acciones de la gracia alcance su plenitud para la salvación. Cada uno en su lugar, en su vocación, en las maneras de su caminar, deberá entra en esa cadena de eventos que nos hacen proclamar el mensaje. La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo. ¿Un hablar doctrinario, como quien deberá aprender de memoria algún libro, lo que siempre desemboca en una mera ideología ineficaz y aulladora? Un mensaje vivo que consiste en hablar del Señor en la cruz. De esta manera, siguiendo esta cadena, el pregón alcanzará a toda la tierra, cimentados en la roca de los apóstoles, los primeros llamados, de modo que su mensaje ha llegado hasta nosotros.