Is 60,1-6; Sal 71; Ef 3,2-3a,5-6; Mt 2,1-12

Con el nacimiento del Hijo hay algo de absoluta novedad: el brillo de Dios. La gloria del Señor se levantaba sobre el Templo. Allí estaba su presencia. Y su presencia iluminaba las tinieblas de los pueblos. Ahora ya solo hay amanecer resplandeciente. Todo será luz y resplandor de aurora. Algo inusitadamente nuevo ha nacido, está naciendo ante nuestra mirada. Mirad que ha venido. La gloria del Señor relumbra sobre la carne del niño, mejor, la carne del niño relumbra como la gloria del mismo Dios, su Padre. Él es la tienda del encuentro, el nuevo templo. En él se aposenta el Dios invisible. En su visibilidad vemos a quien se esconde de nosotros, porque no podemos ver su cara sin morir. Hoy, ahora, los angelillos cantan revolando por encima del pesebre en donde María ha puesto a su hijo. Hoy, ahora, los magos llegan con presentes ante él. Han visto, estamos viendo, la gloria misma de Dios, que se nos ha hecho visible por entero. La estrella nos lo anunció. Corrimos a ella y encontramos a aquel mamoncete en brazos de su madre, mientras que José mira arrebolado, como todo padre contempla a su hijo recién nacido. Hubiera podido rechazar lo que aconteció en María como un engaño; pero no, el ángel del Señor le hizo ver el Misterio del Hijo, que nacía en María del Espíritu Santo. Y contemplaba a aquel en quien se cumplía la promesa de Dios. Los magos se postran ante quien el Señor les ha señalado por medio de la estrella iluminadora, la que les mostraba el camino, cuando atravesaban el puro desierto, pleno de la esperanza del anuncio, y siguieron sus pasos porque creían en el anuncio del Señor. Ni siquiera eran israelitas, pero confiaban en el Señor,  dueño de cielos y tierra, quien les había mostrado hasta dónde llegar para adorar al niño que, en cumplimiento de las profecías, había nacido en tierras de Judea. ¿Dónde, en qué lugar preciso? Entrando en Jerusalén, preguntaron al rey Herodes, quien, consultados los entendidos en el cumplimiento de las profecías, les señaló Belén, la aldea de David. Pero mientras estaban en Jerusalén en esa consulta, ¿por qué?, la estrella desapareció de su vista. ¿Cómo ellos iban a sospechar las arteras intenciones del malvado rey? Mas en cuanto salieron de su influencia, les guió de nuevo hasta el preciso lugar en donde entregaron los presentes al niño, a su madre y a José, la sagrada familia: oro, incienso y mirra. Le adoraron y volvieron a su tierra, plenificada su esperanza.

La gloria es espesura de Dios. Juan de la Cruz hablaba de la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios. Esa gloria no es una mera superficie radiante, sino espesura en la que, en cada brizna, en cada parte de su infinitud, brilla la luz del invisible. Y ahora, con no menor brillantez, esa espesura de luz irradia el brillo de la carne del Hijo. En cada gesto, lloro y mohín; en cada pasito que da ayudado de su madre y de su padre, en cada fibra de su cuerpo y de su acción, en cada átomo de su crecimiento, en cada mirada a los que ama y le aman, en el pasmo ante los reyes magos que le traen tan chocantes regalos —poder, alabanza, muerte—, quizá ante la extrañeza por esos animales tan pintorescos, en todos sus gestos y en todos sus momentos —incluida la cruz— todo en él resplandece con la espesura de Dios, su Padre.