1 Ju 3,22-4,6; Sal 2; Mt 4,12-17.23-25

¿Cómo es posible que Dios permanezca en mi y yo en él? ¿Cabe Dios en mí? Somos capaces de Dios. Y lo somos por el Espíritu que nos da. No es nuestro propio grandor el que hace que Dios quepa en mí, sino que es el Espíritu suyo, cuando está en mí, quien deja hueco para él en mí. Me agranda de manera exorbitada de modo que viene a mí, pues cabe en mí. ¿Cuál es ese Espíritu?, ¿uno cualquiera? El que confiesa que Jesucristo venido en carne es de Dios. Todo aquel que no hace esa confesión, no es de Dios, es del Anticristo. Pero nosotros somos de Dios, por lo que hemos vencido al mundo que quería hacerse con nosotros, para que habláramos como él, de modo que el mundo nos escuchara. Mas nuestro lenguaje es otro: escuchamos a quienes nos hablan del enviado a nosotros. Sí, bien, pero ¿cómo será posible que el Dios inalcanzable quepa en mí, un ser tan mínimo?, ¿de qué modo su Espíritu vendrá a vivir en mí para hacerse sitio en la profundidad de lo que soy? Misterio de la encarnación. El Hijo se hace hijo en el vientre de María, quien da a luz un mamoncete a quien reconocen, a más de María y José, angelillos, pastores y magos. Apenas si nadie. El Señor verá la humildad de su esclava, canta María. Y en esa humildad se hizo presencia la carne de Dios. Estamos ahí, junto al pesebre, el burro que ni siquiera da calor como el buey, sino que está allá dando, de pronto, enormes y servidos rebuznos, cuando no echamos las patas a cocear el aire. Mas estando ahí, en pura contemplación, la luz brilla sobre lo que somos, de modo que la gloria de Dios, en sus espesuras, se hace con nosotros para venir a morar en nosotros. Quien recibe al Hijo, es visitado por el Padre con el envío del Espíritu Santo. Por eso, nosotros, pueblo que habitábamos en tinieblas, hemos visto una gran luz. Luz de Dios en la carne de Dios.

Con las ofrendas eucarísticas se ha realizado en nosotros un admirable intercambio, pues, como dice la oración sobre ellas, en cantinela maravillada que repetimos en numerosas ocasiones, al ofrecer al Padre los dones que él nos dio, esperamos merecerle a él mismo como premio. ¡Menudo premio! Porque la eucaristía, así, es el centro mismo de nuestro ser. En ella recibimos toda luz. En ella el Espíritu de Dios toma posesión de nosotros como su morada en donde habitar para siempre.

Sí, bien, pero ¿cómo lo lograremos? Escuchando desde el comienzo la predicación de Jesús. Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Convirtiéndonos a él desde ahora mismo, cuando hemos venido con los pastores y los magos a adorar al niño. Convirtiendo nuestra vida, vertiéndola a su seguimiento, a hacer como él, a dejarnos ser en la plenitud de lo que es nuestra propia naturaleza que teníamos casi perdida, postrados en las tinieblas del mundo, y ahora reencontramos por la gracia siguiéndole y siendo como él, sirviendo al Señor con temor, dichoso temor que nada tiene de desasosiego, y rindiéndole homenaje temblando, como dice el salmo. ¿Qué?, ¿en el puro retemblar del miedo? Nada de eso, en el temblor palpitante de quien se acerca a Jesucristo, sabiendo que en él, con él y por él, puede ver a Dios para gozar con él.