Is 55,10-11; Sal 33; Mt 6,7-15

Nosotros somos esa tierra. Y quien nos empapa, fecunda y nos hace germinar es el Espíritu, mediante la Palabra que sale de la boca de Dios. El ciclo maravilloso del agua se cumple en nosotros. Viene de lo alto, cae sobre nosotros, fecundándonos, y sube de nuevo a lo alto. La que germina es la tierra, allá en las bajuras en las que está; nosotros somos esa tierra. En la sequedad nada podemos producir, como no sea algunas rastrojeras sin sentido, improductivas, y soliviantadas por animales inmundos que aparecen siempre en el desierto, como aquellos, monstruosos contra los que luchara san Antón, el primero de los monjes. En el goteo gracioso de la lluvia que se nos dona todo cambia: seremos como árbol plantado junto a la acequia, como hierba mullida por el regacho. Vivía en ansias sin sentidos, pero todo en mi vida cambió. Consulté al Señor, y me respondió, librándome de ellas. La hojarasca se convirtió en granado trito candeal. Invocaremos, pues, al Señor, y él nos escuchará, hará que venga en toda su mansedumbre el orvallo sobre nosotros. Hasta nuestro desierto cambiará su faz mediante la mirada del Señor.

Contempladlo y quedaréis radiantes. Qué expresión tan fina la del salmista. Porque al contemplarle su luz se transmitirá a nosotros y nuestro rostro resplandecerá. Seremos seres radiantes; radiantes de amorosidad, porque el amor brilla. Y el amor nos es donado de modo que nuestra carne relumbre. Leprosos, enfermos, ciegos, mudos, estropiciados. Inflados a pecados hasta reventar. Afligidos. Esto último es lo decisivo, pues siéndolo, porque lo somos, gritamos al Señor y nuestro rostro resultará radiante con su luz. Luz de la gracia, del perdón y de la misericordia. El Señor tiende sobre nosotros una mirada nueva, distinta, que nunca hubiéramos sospechado. Mirada de amorosidad. Al recibir el don inaudito de esa mirada en la cruz de Cristo, el Hijo enviado para que todo cambie en nosotros por la justificación de su gracia, entrando en esa torrentera de amor, nos convertimos también nosotros en seres con una mirada de amor, recuperando la intención con la que fuimos creados a imagen y semejanza del mismo Dios. No es la nuestra una mirada hacia atrás; miramos delante y a lo alto. Miramos el suave sirimiri que cae y nos empapa. Miramos los frutos de amor que ofrecemos en el vaso de agua al menesteroso que nos lo pide. Le damos nuestro cariño, nuestro tiempo, nuestra vida. Ahora actuamos inmersos en la torrentera del amor de Dios que rehace lo que casi dejamos de ser, para que, contemplando su acción en nosotros, quedemos radiantes por el amor. Seres a la imagen y semejanza del Hijo que se hizo carne como nosotros y que, en la cruz, nos redime y nos salva para que tengamos una vida nueva. No es una vuelta atrás, aunque fuere a un magnífico paraíso terrenal, pues ahora todo es nuevo. Tenemos a quien mirar para que nos done el ser de su gracia. Todo lo ponemos en su mano, pues él mismo nos ha enseñado cómo rezar con palabras tan certeras, y a quien dirigir nuestra oración. A su Padre Dios que es también, en él, con él y por él, Padre nuestro. Él dice Padre mío. Nosotros, no. Su manera de estar con Dios y en Dios es distinta a la nuestra, con distinción radical, pero hace de Dios nuestro Padre. Porque Padre nuestro, también Padre mío, mas siempre la valencia del gradiente va en esa dirección. Porque nuestro, hay algo mío.