Seguimos el camino de la Cuaresma, camino de conversión. “Convertirse”, una palabra que la decimos tantas veces pero que en ocasiones no sabemos a qué o en qué tenemos que convertirnos. Y esto genera confusión. Muchas veces pensamos que lo que hay que hacer en convertir el corazón de Dios para que nos trate bien, a ver si somos capaces de que no nos castigue. Muchas veces cuando las cosas se nos ponen cuesta arriba, tenemos dificultades o surgen problemas, nos echamos la culpa pensando que hemos sido pecadores, Dios está enfadado y nos castiga…, luego en el fondo el que debería convertirse es Dios, que es un rencoroso. Incluso intentamos una semana de portarnos bien, ir a Misa, hacer algunos sacrificios y, como los problemas no desaparecen, seguimos culpando a Dios: ¡Qué más quieres que haga!. No, no es Dios el que tiene que convertirse, sino nosotros.

«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.» No es una amenaza de Jesús, es constatar un hecho: o nos volvemos hacia Dios o estamos muertos, muertos en el alma. Los problemas y las dificultades siempre estarán y podemos vivirlas con Cristo o sin Cristo.

Entonces ¿Cuál es el camino de la conversión?. Primero el encuentro con Cristo, el ponernos en la presencia de Dios. Moisés se encuentra con la zarza ardiendo y responde “Aquí estoy”. Lo primero hoy habría que decirle al Señor: “Aquí estoy”.  ¿Qué va a querer Dios de mí? No lo sé y, en cierta manera, me da igual. Lo primero es decirle: Aquí estoy. Sin condiciones, sin pegas ni objeciones, sin querer hacer negocios con Dios: ni le vamos a vender nada ni nos va a comprar nada. Cuando uno se pone delante de Dios sin condiciones ya puede preguntarle el nombre a Dios: «»El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros.» Si ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les respondo?» «Esto dirás a los israelitas: «Yahvé (Él-es), Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Éste es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación».» Es decir, cuando uno se pone incondicionalmente ante Dios empieza a descubrir el nombre de Dios. Somos como esa higuera que podría crecer salvaje y no dar más que frutos amargos, pero el Señor nos cuida siempre, y descubrimos su dulzura, su misericordia, su paciencia, su bien hacer con nosotros. Sólo cuando vamos experimentando en nuestra vida los cuidados que Dios tiene con nosotros, aun en medio de las dificultades, podemos anunciar a los otros el verdadero nombre de Dios. Podemos decir de memoria que Dios perdona los pecados, e incluso tener la costumbre de confesarnos de vez en cuando, pero hasta que no experimentamos en nuestra vida lo que realmente significa el perdón de Dios hablaremos como una enciclopedia, podremos ser la Wikipedia del catolicismo, pero no católicos. Y no hace falta que sea la experiencia de la misericordia por tener un gran pecado o una vida completamente alejada de Cristo y de la Iglesia, la experiencia del perdón se puede tener hasta confesando una pequeña falta de delicadeza con Dios o de caridad con los demás. Muchos santos cuentan pequeños pecados, aquellos a los que nosotros casi no damos importancia, como grandes signos de la misericordia de Dios en sus vidas, pues a quien mucho ama mucho se le perdona.

Entonces, cuando decimos a Dios ¡Aquí estoy! Y nos encontramos con Él y descubrimos las misericordias que tiene en nuestra vida, entonces, sólo entonces, comienza el camino de la conversión: Ver nuestra vida y la de los demás con los ojos de Cristo, subir hasta la cruz por amor y encontrarnos con Cristo resucitado que nos da el don del Espíritu Santo. No es un camino complicado, es dejarse querer por Dios y responder a ese querer con nuestra vida. Por eso la conversión no depende de nuestras cualidades, ni de nuestro voluntarismo, sino de caer en la cuenta de el gran amos con que se nos ama.

Que María nuestra Madre nos ayude a emprender en serio ese camino de conversión. Que Santa María, Madre de la Iglesia, ilumine a los Cardenales electores para que elijan a un pastor según el modelo del corazón de Cristo y ayuden a toda la Iglesia a decirle al Señor: ¿Aquí estoy! Envíame.