Aquellos hombres llegaron hasta Jesús cargados de argumentos: querían lapidar a la mujer y, al mismo tiempo, acabar con Jesús. Iban contra la adúltera para acabar con el Señor. Su rigorismo moral pretendía establecer una religión controlada por ellos y en la que Dios no cabía. No distinguían entre el pecado y el pecador porque desconocían la misericordia. Ciertamente el pecado nos destruye y hace cada vez más difícil distinguir en nosotros la grandeza en la que hemos sido creados. Por eso nos cuesta tanto amar a aquellos en los que percibimos defectos. No nos faltan razones, pero ante Jesús todas son insuficientes.

Por una parte Jesús nos muestra que nuestra incapacidad para amar al pecador proviene de nuestro propio pecado: “el que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Dice san Agustín: “¡Cómo les hizo entrar dentro de sí mismos! Fuera, en efecto inventaban intrigas, por dentro no se escudriñaban a sí mismos; veían a la adúltera, no se examinaban a sí mismos”. Ante la santidad de Dios reconocemos que todos hemos de ser redimidos.

Cormac McCarthy, en una de sus novelas, narra la historia de un muchacho que es testigo cómo un policía asesina a un amigo suyo. En cierta ocasión tiene la oportunidad de matar al oficial aunque no llega a hacerlo porque otros hombres se lo llevan. Sin embargo, se siente culpable y confiesa: “La razón de que quisiera matarle era que me quedé quieto y le dejé llevar a aquel chico hasta los árboles y matarlo sin decir nada”. El deseo de matar al capitán no nacía tanto de la injusticia que éste había cometido como de su omisión. Y así nos sucede a nosotros cuando dejamos de querer o deseamos el mal para otros, por graves que sean sus faltas. El mal está dentro de nosotros.

Por otra parte Jesús, con su misericordia, muestra que el pecado puede ser vencido sin destruir a quien lo ha cometido: es el perdón. Jesús, con sus palabras, no sólo les animaba a no apedrear a la mujer. También les invitaba a colocarse en el medio junto a ella. Así también habrían quedado perdonados.

En este tiempo Cuaresmal se nos invita a pedir luz para reconocer nuestras faltas y acercarnos a quien puede salvarnos. La adúltera fue conducida por sus acusadores. Queriendo destruirla la llevaron ante el Salvador. Es como una imagen de que nadie puede desesperar del perdón. Jesús al absolverla de sus faltas le indica también que no debe volver a pecar. Le dice eso porque también le concede la gracia necesaria para vivir santamente. Entonces alcanzará la felicidad que, erróneamente, buscaba en su adulterio. Parafrasea así san Agustín las últimas palabras de Jesús a la mujer: “He borrado lo que has cometido, para encontrar lo que he prometido, cumple lo que te he mandado”.

San Pablo señala cuál es esa felicidad que Jesús nos ofrece y que se muestra ante nuestros ojos cuando abandonamos el pecado y experimentamos la misericordia de Dios. Esa felicidad va unida a la persona de Jesucristo, frente a quien todas las demás cosas pueden considerarse basura. El apóstol corre hacia una meta y espera un premio, pero aquí ya lo ha encontrado en el Señor. Por eso su vida cambia radicalmente. Dice desear “la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos”. Es la vida nueva que nace del poder transformador del amor de Dios.