Is 42,1-7;Sal 26; Ju 12,1-11

Judas Iscariote se nos presenta hoy —y mañana y pasado—, sin embargo, incluso él nos conduce la mirada hacia Jesús. El siervo de Yahvé. El sostenido de Dios. El Señor lo ha elegido. Es el preferido de Dios, su Padre. Siempre, claro es, pero de una manera muy especial, porque ahí vamos a tener el resumen de su vida entera por nosotros y para nosotros. Si lo miramos a él, seguimos sus pasos, recogemos sus enseñanzas, veremos como en transparencia el rostro mismo de Dios. Es verdad que, de primeras, como en esas pinturas asombrosas de comienzos del siglo XVI —Mathias Grünewald—, contemplaremos a Jesús sufriente; se nos hará patente cada momento de angustia del Señor, cada gota de sangre que se pierde de su cuerpo, cada gesto de ahogo, y, ¿quién sabe?, de sentirse abandonado por su Padre, él que era el Hijo; pero enseguida observaremos que en toda esa figura se trasluce en la cruz con luz transfigurada la gloria del Hijo, que es gloria asombrosa del Padre. Y es el Espíritu el que nos hace pasar de una mirada de contemplación en el sufrimiento del Hijo a una mirada de amor y de ternura en la gloria del Hijo. Porque el Señor es su luz y su salvación, y, en él, es nuestra luz y nuestra salvación. Nadie, ni la muerte, devorará su carne, porque la suya es carne de Dios. Pasará por la muerte —¡y qué muerte tan injusta!—, pero esta no pudrirá su ser, su cuerpo, su espíritu, su alma.  Porque su ser en completud es ser de Dios. Porque el Padre ha puesto su Espíritu sobre él. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. Se dejará hacer por nosotros, porque, mirémoslo bien y nunca lo olvidemos, también nosotros somos sus sayones. Pero en ese dejarse como oveja conducida al matadero, obtiene para nosotros la salvación. Es ahora cuando de forma en todo novedosa contemplamos en él nuestro ser imagen y semejanza. Siguiéndole en esta Semana Santa, veremos resplandecer ante nuestros ojos a quien nos hace patente y posible lo imposible: la recuperación de esa imagen y semejanza en plenitud para la que fuimos creados. Habíamos quedado desconcertados, no sabíamos quiénes éramos en verdad, derrumbados en nuestro propio ser por el pecado que allanó nuestra morada desde el principio, nos veíamos en los poderosos y queríamos ser como ellos, achantando nuestra mirada. Negamos el vaso de agua a nuestro prójimo. Quisimos ser como dioses. Mas, ahora, en esta Semana Santa, en Cristo Jesús, muerto por nosotros y resucitado para nosotros, vemos en su carne el ser mismo de nuestra carne, Transparece en él, en todas las vicisitudes asombrosas que le acontecerán en esta Semana Grande, una carne que, por ser la del Hijo, es carne de Dios. Contemplémosle, pues, con cuidado. Quizá, como los apóstoles y las mujeres que le seguían desde Galilea, lo hagamos a escondidas, huyendo a la primera de cambio, espantados del espectáculo que vemos. Pero, precisamente porque ello es así, seremos sus testigos e iremos a anunciar a todo el mundo lo que hemos visto y oído.

Maravillosa María que tenía guardado el perfume para el día de la sepultura del Señor y se nos adelanta para derramarlo sobre sus pies en Betania, donde vivía Lázaro. Ya desde hoy mismo, podemos, como ella, participar en el suave olor que se desprende de Cristo en su pasión y en su muerte; suave olor de resurrección.