Hch 3,1-10; Sal 104; Lc 24,13-35

Todo pende de la mirada. Aprendamos a dónde y a quién mirar. Si nuestra mirada va por la vagancia del no ver, nada habrá; Jesús resucitado nunca se nos hará patente a nuestra mirada. Veamos a los discípulos  de Emaús. No habían visto, aunque sí oído las coploserías de algunas mujeres que les han sobresaltado; incluso algunos de los suyos corrieron también al sepulcro vacío, vieron ángeles, es verdad, pero a él no lo vieron. Cuando, tras el espectáculo de la cruz y la difícil explicación del sepulcro vacío, volvían a Emaús, Jesús hacía camino con ellos, pero tampoco le vieron. Su mirada se dirigía a otras cosas. María Magdalena tampoco lo vio hasta que Jesús, llamándola por su nombre: María, había dirigido su mirada hacia él. Pues bien, los dos caminantes se plañían de que las cosas no había salido como ellos pensaban. Esperábamos que fuera el futuro liberador de Israel, pero todo se les había quedado en una muy dolorosa agua de borrajas, y se volvían a sus cosa traspuestos por la incomprensión total de los acontecimientos. ¡Qué engaño en el que habían vivido esos últimos días! Necios y torpes les llama Jesús, y con minucia les explica, empezando por Moisés y siguiendo por los profetas, lo que se refería al Mesías en toda la Escritura, y cómo ahora llegaba a cumplimiento. Hay una primera llamada a mirar allá donde podremos encontrar la explicación de lo que debía acontecer, y ha acontecido en esos días. No han sido pasatiempos casuales que terminan en un fracaso estrepitoso. Lo acaecido en esos días formaba parte esencial del designio de Dios, el Dios de Israel, Yahvé, el Señor. Por eso, primero, debemos aprender a mirar en las Escrituras. Es en ellas en donde se nos mostrará el discurrir de la historia definitiva de nuestra redención. Quien no comience por las Escrituras, muy difícilmente podrá seguir más adelante en la comprensión de Jesús, el Mesías. Tal va a ser el ámbito de nuestra primera mirada: les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Pero no todo termina ahí, falta lo definitivo. Con el corazón caliente por las palabras de Jesús en el camino, le invitan: quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Escuchamos con emoción esta invitación a que se quede contigo y conmigo. Y entró para quedarse con nosotros en su Iglesia. Nos sentamos a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y nos lo dio. Es entonces cuando se despejan mis ojos y miro a Jesús resucitado: se me abrieron los ojos y lo reconocí. Pero él desapareció.

Tiene que llamarnos por nuestro nombre cuando nos acercamos, junto a él, a la mesa eucarística. Entonces es cuando se abre nuestra mirada a la comida de su cuerpo y a la bebida de su sangre. En el pan y el vino nuestra mirada se encuentra con él. El nuestro es un ver sacramental, porque la nuestra es una mirada sacramental. Contemplando y consumiendo las especies de pan y vino, miramos con exaltación el recuerdo de lo que vivimos, quizá de lejos, en la cruz, en el sepulcro y, luego, a quien vemos haciendo camino conmigo y llamándome por mi nombre. Todo ello se me hace realidad, y, mirándola, vivo de ella, en la que se me dona mi ser en plenitud. Él, resucitado, tras haber hecho camino con nosotros, se nos aparece en el pan y el vino eucarísticos, para que, comiéndolo, nuestra mirada le contemple a él en su ser de realidad.