Hch 4,1-12; Sal 117, Jn 21,1-14

Porque Jesús Nazareno, la piedra que desechamos, es la piedra angular. Este es el que nosotros crucificamos y a quien Dios resucitó de entre los muertos; quien por la fuerza y la gloria de su nombre se presenta ahora a nosotros para salvarnos. Nadie más puede salvarnos, si no es él. Porque la piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido en piedra angular. Ha sido un milagro patente. Ningún otro tiene el poder de Dios para salvarnos del pecado y de la muerte. ¿Cómo es esto? ¿Deberemos pasar obligatoriamente por él de modo que, entonces, nos salvaremos, y de otro modo nos condenaremos, permaneciendo en el pecado y no alcanzando la vida eterna? ¿Será cierto, pues, que fuera de la Iglesia de Jesucristo no hay salvación para nadie, que todos los exteriores a ella se van a cocer en el fuego eterno? No, claro que no. Dios es misericordioso con todos. Pero esa misericordia nos la da en su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado, por la fuerza de su Espíritu. Y, porque las cosas son de este modo, nosotros tenemos que hacer presente a Cristo, siendo sus testigos ante todo hombre, ante toda mujer, esté donde esté, tenga la creencia o la vida que tenga, sin excepciones. Tenemos que presentarles a todos a Jesús crucificado y más tarde resucitado por la fuerza del Espíritu de Dios. En la Iglesia se derrama la gracia para todos, y, por eso, ella, es decir, nosotros, tú y yo, debemos estar presentes en todos los ambientes, como se decía antes, ofreciendo la salvación en Jesucristo. No exigiendo que todos pasen por el aro si no quieren caer en las llamas eternas del infierno. No es por el susto y la amenaza por la que nuestra presencia se hará salvadora en aquellos que nos rodean. Lo nuestro, por tanto, será una presencia crística: presencia sacramental. Nosotros, tú y yo, haremos presente en todos los que nos circunvalan, aquellos que nos tocan y nosotros tocamos, a Cristo Jesús Salvador. En nosotros ellos confesarán a Cristo. No es que los busque hacerlos cristianos sin que ellos quieran o se enteren; cristianos anónimos. La cuestión es que nosotros, la Iglesia de Cristo, somos presencia salvadora para ellos cuando siguen los dictados de su conciencia. La cuestión es que las especies de pan y de vino conforman un medio divino que sacraliza el mundo. Fijaos bien, no es que el mundo sea sacral, sino que ellas son el punto de convergencia que suavemente estira de nosotros para mostrarnos el lugar de nuestra plenitud. Camino largo que se ofrece a todos por medio de esa presencia que nosotros hacemos realidad en el mundo. Hace años tuve la suerte de acompañar a Paul Ricoeur y a su mujer por Salamanca. Muy de mañana salimos y, creo que fue la primera visita, fuimos a San Esteban. En el mismo entrar en la iglesia me hizo ver al punto que toda la arquitectura maravillosa de sus interioridades, y por tanto del receptáculo de su exterioridad, se centraba en un punto: el pequeño ostensorio redondo en el que se coloca en la custodia la forma de pan consagrado. Las interioridades y las exterioridades de la iglesia eran mil, pero toda la construcción de ese mundo de piedra estaba centrada en el punto en donde se expone el cuerpo eucarístico de Cristo, y al que todo converge.

Preocupados en demasía si pescamos o no, debe ser el mismo Jesús resucitado el que viene y tomando el pan lo da a todos desde ese punto tan singular en donde se ofrece al mundo entero el sacramento de nuestra salvación.