El evangelio nos invita, de una manera especial, a pedir por la fidelidad de quienes han recibido el encargo de pastorear el rebaño del Señor. Esa fidelidad requiere reconocer, como escuchábamos ayer, que el Buen Pastor es Cristo Pero, ¡cuántos pastores no se habrán convertido en mercenarios1¡Qué responsabilidad no tendremos nosotros por no haberlos acompañado con la oración y con el apoyo humano! Por eso hemos de ser conscientes de que continuamente hemos de pedir al Señor por sus pastores,, para que los sostenga y los haga santos. Fácilmente nos fijamos en los que fallan en su vocación, y se comportan sólo como asalariados. Pero ciertamente no faltan los buenos pastores que luchan por ser fieles a la misión recibida.

El Buen Pastor es Jesucristo. Sólo Él es fiel hasta el final y por su sacrificio de la cruz ha ganado muchas ovejas para el rebaño que ha de descansar en los prados de la eternidad. Pero Él quiere que haya otros buenos pastores que, unidos a Él, cuiden de su pueblo. Fácilmente podemos hacer memoria de algunos santos, como Gregorio VII, que luchó por la libertad de la Iglesia; Tomás Bécket, que murió asesinado en su catedral por defender los intereses de Jesús; san Francisco Javier, desgastado en el lejano Oriente por la predicación y la administración de los sacramentos; Cirilo y Metodio, que evangelizaron los países eslavos… Son muchos a lo largo de la historia que testimonian como Jesús, el Buen Pastor, sigue cuidando de nosotros. Igualmente, cada uno, podemos recordar a aquellos que nos acompañaron en el camino de la fe y gracias a ellos hoy somos cristianos. Sí, Jesús está junto a nosotros y guía a su Iglesia.

Esa es la verdad que Pedro anuncia en la primera lectura de hoy. Pedro ha entrado en casa de algunos que no eran judíos (paganos incircuncisos) y los ha incorporado a la Iglesia por el bautismo. Esto sorprende a algunos que creían que para pertenecer a la Iglesia debían seguir la ley de Moisés. Pedro explica su actuación, mostrando que ha actuado inspirado por Dios. Si siguen sucediendo cosas en la Iglesia es porque el Señor está presente. Y lo reconocemos porque actúa. Suceden cosas que desbordan nuestra capacidad y que evidencian que hay Alguien. No hay proporción entre lo que vive la Iglesia y lo que aparece ante nuestros ojos. Hay Otro que hace posible ese milagro diario.

Esta es una de las consecuencias de la resurrección: Jesús ha resucitado y vive para siempre. En su vivir acompaña a la Iglesia y la pastorea. Para ello se sirve de otros pastores que asocia a su misión. Ellos han de ser pastores según el corazón de Jesús y nosotros debemos pedir para que así sea. Otra de las consecuencias es la que señala san Juan en la segunda lectura de este día: somos hijos de Dios. Jesús, al resucitar, no sólo rompe las cadenas de la muerte que aprisionaban nuestra vida humana. Hace algo más, derrama la vida divina sobre los hombres. Podía liberarnos del pecado y sería suficiente para mostrar su misericordia. Pero ha ido más allá y nos ha comunicado su propia vida. Como indica el Apóstol ahora aún no se nos manifiesta totalmente, pero ya está. En el cielo lo comprenderemos totalmente. El Dios que se ha hecho hombre quiere pastorear a hombres divinizados.